por Juan Arturo Brennan
Ludwig Van Beethoven (1770-1827)
Obertura Coriolano, Op. 62
Allá por el siglo V antes de Cristo quedaron registradas las aventuras y desventuras de un caballero romano de noble cuna llamado Cayo Marcio Coriolano. Respecto a su nombre, se dice que se le conoció así por el valor mostrado contra el ejército de los volscios durante el sitio de Corioli (493 a.C.), aunque esto no es del todo seguro. De hecho, hay quienes afirman que la supuesta victoria de Coriolano en Corioli fue inventada precisamente para justificar fantasiosamente su apellido. Hacia el año de 491 a.C. se desató una severa hambruna en Roma, que fue paliada parcialmente con grano obtenido de Sicilia. Sin embargo, Coriolano propuso que el pueblo no recibiera el grano sino hasta que consintiera en abolir el oficio de tribuno. Por ello, y por sus propias egoístas razones, los tribunos de Roma exilaron a Coriolano. Ya en el exilio, el héroe se alió con sus antiguos enemigos, los volscios, quienes estaban en lucha perpetua contra Roma. Respecto a este punto, algunos historiadores suspicaces han hecho notar que la alianza de Coriolano con sus antiguos enemigos es muy similar a un capítulo de la historia de Temístocles. Al mando del ejército volscio, Coriolano sitió Roma y la puso en serios aprietos, desistiendo de su campaña ante las súplicas de su madre, Veturia, y su esposa, Volumnia. Después de estas y otras aventuras, Coriolano murió entre los volscios.
Esta interesante historia, que por sus perfiles se antoja ideal para ser llevada a la escena o a la pantalla, tiene un pequeño defecto: que no es del todo cierta, ya que los historiadores tienden a estar de acuerdo en que Coriolano es una figura de leyenda y no un personaje real. Al menos, su ficticia biografía ha permitido a los estudiosos el confirmar que en efecto, hacia el siglo V a.C., Roma sufrió una hambruna y un ataque de los volscios, sus eternos enemigos.
La figura de Coriolano inspiró a varios creadores que transformaron su historia en diversos productos escénicos. Entre ellos, Shakespeare, quien en su tragedia Coriolano nos ofrece una continuidad narrativa muy apegada a lo descrito al inicio de este texto. En la tragedia de Shakespeare, es la madre de Coriolano quien se llama Volumnia, mientras que su esposa lleva el nombre de Virgilia. Al final de la obra de Shakespeare, Coriolano muere a manos de los esbirros de Tulio Aufidio, general de los volscios al que se ha aliado. Ahora bien, a pesar de lo que pudiera pensarse, no fue para el Coriolano de Shakespeare que Beethoven compuso su conocida obertura, sino para el Coriolano de Collin.
Como dramaturgo, Heinrich Joseph von Collin (1771-1811) dedicó la mayor parte de sus esfuerzos a la creación de tragedias en estilo clásico, tomando como modelos a los franceses y a Shakespeare. Si bien sus piezas teatrales hoy son consideradas como mediocres, se dice que en su tiempo Collin fue famoso por sus poesías históricas y de contenido patriótico. Entre otros textos teatrales, Collin escribió obras como Régulo, Coriolano, Polixena, Balboa y Bianca della Porta. Sus compatriotas debieron tenerle algún aprecio, ya que Heinrich Joseph von Collin tiene su propio monumento en la iglesia de San Carlos Borromeo en Viena.
Beethoven compuso la obertura para el Coriolano de Collin en 1807, utilizando el oscuro do menor como tonalidad básica de la pieza, sin duda con la intención de enfatizar los rasgos trágicos del legendario héroe romano. La obertura fue estrenada en marzo de 1807 en un concierto en el que también se interpretaron la Cuarta sinfonía y el Cuarto concierto para piano de Beethoven. Este concierto tuvo lugar en la casa del príncipe Lobkowitz, quien fue el dedicatario de algunas obras de Beethoven, como las sinfonías Nos. 3, 5 y 6, los seis cuartetos del Op. 18 y el cuarteto Op. 74. La partitura de la obertura Coriolano está dedicada a Collin.
Franz Schubert (1797-1828)
Sinfonía No. 8 en si menor, Inconclusa
Allegro moderato
Andante maestoso
En la hora más profunda de la noche el compositor se inclina febril, casi alucinado, sobre la partitura que está escribiendo. Una enfermedad incurable (quizá del cuerpo, quizá del alma) acaba velozmente con su vida; su creación postrera es una carrera contra el tiempo. A medida que se acerca la madrugada sus fuerzas se agotan. Con el último aliento de su ser intenta plasmar en el papel pautado la experiencia de toda una vida, los secretos más íntimos de su atribulada alma. La llama de la vela que lo ayuda en su titánica labor se extingue, inexorable. La pluma tiembla en su mano, sus ojos casi no ven, su memoria se pierde en laberintos insondables y la conciencia le abandona. Al tiempo que la luz de la vela se acaba por completo y por el postigo se filtra la primera claridad del amanecer, la vida se le escapa. Deja caer la pluma, cuya tinta deja una mancha en la partitura y, ya sin vida, rueda por el suelo, dejando su sinfonía inconclusa.
Esto que acabo de narrar no está mal para un videoclip; es sin duda una secuencia llamativa, dramática y emotiva, y es la que los poetas románticos quisieran comunicarnos sobre la más apreciada de las obras de Schubert, su hermosa Sinfonía inconclusa. Y me consta por experiencia personal que algunos mal llamados "maestros de música" de las escuelas primarias utilizan una narrativa de ese estilo para impresionar a sus indefensos alumnos. ¿Lo harán por vocación poética o por ignorancia pura?
Sea cual fuere el caso, la verdad sobre la Octava sinfonía de Schubert es muy distinta, y parece estar bien documentada. En abril de 1823 el nombre de Schubert fue propuesto para una membresía honoraria en la Sociedad Estiria de Música, cuya sede era la ciudad austríaca de Graz. En los papeles presentados a favor de Schubert se decía, entre otras cosas:
Aunque es muy joven, ya ha probado con sus obras que algún día será un gran compositor.
Muy pronto, los administradores de la Sociedad eligieron a Schubert y el compositor, agradecido, les escribió lo siguiente:
Que mi recompensa por mi devoción al arte de la música sea el que algún día pueda ser digno de este gran honor. Con el objeto de poder expresar mi gratitud en términos musicales me tomaré la libertad, lo más pronto posible, de obsequiar a esa honorable Sociedad la partitura de una de mis sinfonías.
El resto, como dicen por ahí, es historia. Poco tiempo después de hacer su promesa, Schubert entregó dos movimientos de una sinfonía en si menor, aunque para hacerlo tuvo que ser presionado por su padre. La entrega se hizo a través de Josef Hüttenbrenner, cuyo hermano Anselm era por entonces el presidente de la Sociedad Estiria de Música. ¿Qué hizo Anselm Hüttenbrenner con la partitura de Schubert? Simplemente la guardó en un cajón y la olvidó. Y así la famosa Sinfonía inconclusa permaneció olvidada hasta 37 años después de la muerte de Schubert. Se dice que Anselm Hüttenbrenner, en secreto, hizo un arreglo para piano de la obra, para su propio uso. El caso es que hacia 1860 (Schubert había muerto en 1828) Josef Hüttenbrenner le mencionó la existencia de la obra a Johann Herbeck, director de los conciertos de la Sociedad de Amigos de la Música y gran promotor de la música de Anton Bruckner (1824-1896). El mismo Herbeck pareció olvidar la noticia de la partitura hasta que, cinco años después, decidió rescatarla. Para ello debió ofrecerle a Anselm Hüttenbrenner (quien a todas luces era un compositor bastante malo) tocar alguna de sus horrendas oberturas junto con la música de un tal Franz Paul Lachner, otro compositor menor. Una vez elegida su propia música, Hüttenbrenner entregó a Herbeck la partitura de la Octava sinfonía de Schubert. Finalmente, el 17 de diciembre de 1865 se realizó el estreno de la Sinfonía inconclusa en Viena, bajo la batuta de Johann Herbeck.
La primera página del manuscrito de Schubert lleva la fecha del 30 de octubre de 1822, y hasta nuestros días se discute el hecho de que la obra esté en realidad inconclusa. Desde el punto de vista del esquema tradicional de la sinfonía clásica, la obra en verdad es incompleta, al faltarle los movimientos tercero y cuarto. Sin embargo, desde el punto de vista estético, casi todos los analistas coinciden en que la Inconclusa es una de las obras musicales más acabadas y refinadas en la historia del género. Después de todo, alguna razón debió tener Schubert para dejar a un lado la sinfonía después de escribir solamente 9 compases del tercer movimiento, un scherzo que no fue más allá de sus primeros, tentativos pasos. Y es justo pensar también que Schubert no hubiera entregado una obra que él considerara inacabada, como agradecimiento por su aceptación en la Sociedad Estiria de Música. El hecho es que a través de estos dos movimientos alternativamente poderosos y contemplativos, dramáticos y líricos, Schubert realizó una de las afirmaciones musicales más sólidas y completas en la historia del género sinfónico.
Es interesante saber que algunos directores de orquesta han interpretado versiones “completas” de la Inconclusa de Schubert, añadiendo, por ejemplo, la obertura y algún número de la música incidental de Rosamunda, con las mejores intenciones y sin ningún afán de autenticidad. Sin embargo, el consenso es que esta hermosa e incompleta sinfonía de Schubert es más completa que muchas otras que tienen todos sus movimientos enteros.
Modesto Mussorgski (1839-1881)
Cuadros de una exposición
(Orquestación de Maurice Ravel)
Promenade
Gnomos
Promenade
El viejo castillo
Promenade
Las Tullerías
Bydlo
Promenade
Ballet de los pollitos en sus cascarones
Samuel Goldenberg y Schmuyle
El mercado de Limoges
Catacumbas: Cum mortuis in lingua morta
La cabaña con patas de gallina
La gran puerta de Kiev
No deja de ser interesante el hecho de que algunas de las obras más populares de la música de concierto se hayan hecho famosas en versiones distintas a las originales, es decir, en una concepción acústica diferente a la ideada en primera instancia por su compositor. Quizá el caso más representativo de este hecho sea precisamente la suite sinfónica Cuadros de una exposición, que Modesto Mussorgski escribió originalmente para piano y que hoy conocemos primordialmente en la brillante transcripción orquestal realizada en 1922 por Maurice Ravel (1875-1937), gracias a un encargo de Serge Koussevitzky. Por cierto: ¿cuántos melómanos conocen la versión original para piano de esta obra? No muchos, a juzgar por los catálogos discográficos. De la lista de más de cuarenta grabaciones disponibles de estos Cuadros de una exposición solamente seis corresponden a la versión original. Más aún: es probable que la mayoría de los melómanos que aman esta obra de Mussorgski-Ravel ignoren que existen otros arreglos sobre el original, algunos de ellos desconocidos, otros bastante populares, quizá por las razones equivocadas. Entre estos otros arreglos pueden mencionarse las versiones orquestales de Leopold Stokowski, Vladimir Ashkenazy, Sergei Gorchakov y Leo Funtek; la versión en rock del grupo inglés Emerson, Lake & Palmer; la delirante realización electrónica de Isao Tomita; la transcripción para conjunto de metales realizada por Elgar Howarth, reconocido director y trompetista inglés. Por cierto, la última de las transcripciones mencionadas ha sido objeto de una fascinante grabación, a cargo del Ensamble de Metales de Philip Jones, que vale mucho la pena de ser escuchada con atención. No cabe duda, sin embargo, que la versión de Ravel seguirá siendo la favorita del público, aún por encima del original para piano, sobre todo mientras no aparezca por ahí algún director de orquesta con el valor y la imaginación suficientes para programar alguna de las otras versiones para darle un poco de variedad a esta obra tan conocida y tan repetida.
La parte anecdótica de la creación de estos Cuadros de una exposición es bien conocida. En el año de 1873 el pintor y arquitecto Víctor Hartmann murió a la edad de 39 años. Poco después, el crítico de arte Vladimir Stasoff, amigo de Hartmann y de Mussorgski, organizó una exposición con los dibujos y acuarelas de Hartmann. La visita de Mussorgski a la muestra fue la fuente del material musical de la versión original para piano de los Cuadros de una exposición.
Después de muchos años de ser considerados como perdidos, muchos de los cuadros de Hartmann fueron rescatados por Alfred Frankenstein, crítico musical estadunidense; sería muy interesante poder ver reproducciones de las obras de Hartmann y trazar una posible relación causa-efecto entre ellos y la música de Mussorgski. Y después, dejando volar la imaginación y extrapolando el mismo proceso, tratar de imaginar la música que algún compositor contemporáneo pudiera crear a partir de la obra pictórica de, digamos, René Magritte, Giorgio de Chirico, Maurits Escher o Remedios Varo.
La partitura de Mussorgski pinta con sonidos diez de los cuadros de Hartmann, y las distintas secciones de la obra están conectadas por varias apariciones del promenade (paseo), tema conductor con el que el autor introduce su suite y con el que nos lleva de un cuadro a otro, de una sala a otra de la galería pictórica, cada vez con un carácter diferente. El primer promenade es marcial y definitivo, a cargo de la trompeta y los demás metales; el segundo es más pausado y contemplativo; el tercero es un poco más vivo y definido; el cuarto comienza ligero y etéreo para volverse más decisivo y fundirse con el quinto cuadro; el quinto promenade que es, en realidad, la coda de la pieza que representa el octavo cuadro, es misterioso y melancólico al mismo tiempo. Los cuadros mismos llevan títulos suficientemente descriptivos, y en algunos de ellos podemos hallar interesantes toques de orquestación y la aparición de diversos instrumentos solistas.
1.- El gnomo.
2.- El viejo castillo. Aquí, la estrella es un saxofón lírico y contemplativo.
3.- Las Tullerías.
4.- Bydlo (una carreta polaca). El lento y dificultoso andar de los bueyes y la carreta es cantado por una tuba.
5.- Ballet de los pollitos en sus cascarones. Un agitado scherzo en el que los instrumentos de aliento-madera se llevan todo el crédito.
6.- Samuel Goldenberg y Schmuyle. Se trata del chismorreo y discusión entre un judío rico (las cuerdas, declamatorias y solemnes) y un judío pobre (trompeta con sordina, siempre staccato). Según los entendidos, la violenta interjección del final de esta pieza representa la patada con la que Samuel Goldenberg despide sin mucha ceremonia al pobre Schmuyle. (Los nombres de estos dos personajes, por cierto, son invención de Stasoff)
7.- El mercado de Limoges.
8.- Las catacumbas. El viaje por estas profundidades es marcado por los metales, densos, pesados, oscuros. La nota marginal que indica cum mortuis in lingua morta (‘con los muertos en lengua muerta’) remitía a Mussorgski al espíritu de su amigo Hartmann a través de los cráneos en las catacumbas. Algunos consideran a esta sección como otro cuadro independiente.
9.- Baba Yaga (La cabaña con patas de gallina)
10.- La gran puerta de Kiev. En la opulenta orquestación de Ravel, los contrastes dinámicos se acentúan y podemos oír reminiscencias del promenade que ha servido como un leitmotiv a lo largo de la obra. Entre muchos toques maestros se puede mencionar el insistente tañido de una campana que acompaña toda la parte final de la obra.
Y siendo estos Cuadros de una exposición la obra más popular del catálogo de Mussorgski, cabría preguntar directamente al público que tantas veces la ha oído, y que tantas veces la volverá a oír: ¿qué es lo que trasciende más en esta música: los desvaríos de un músico alucinado e iconoclasta que murió prematuramente a causa del alcoholismo (delirium tremens y epilepsia de por medio), la mano maestra de un orquestador agudo y perceptivo como pocos, o las atrevidas ideas musicales de un compositor netamente realista, aventurero en el plano armónico y tonal, incomprendido según algunos y sobrevalorado según otros?