Juan Arturo Brennan
ANTON BRUCKNER (1824-1896)
Sinfonía No. 8 en do menor (1887-1890. Edición: Robert Haas, 1939)
Allegro moderato
Scherzo
Adagio
Finale
El 30 de diciembre de 1884, Anton Bruckner conoció por primera vez el éxito real y completo. Ese día, en Leipzig, Arthur Nikisch se encargó de dirigir el estreno absoluto de la Séptima sinfonía de Bruckner, que fue recibida cálidamente por el público y la crítica. Este hecho, singular en la carrera de Bruckner, debió ser de importancia capital, debido a los serios problemas de inseguridad que aquejaron al compositor a lo largo de toda su vida. El éxito de la Séptima sinfonía fue el inicio, además, del reconocimiento que Bruckner obtuvo más allá de las fronteras del mundo germánico. Fue en este período de prosperidad artística que el compositor nativo de Ansfelden abordó la creación de su Octava sinfonía. Los primeros bosquejos de la obra datan de octubre de 1884, y la primera versión del último movimiento fue terminada el 10 de agosto de 1887. (Apenas dos días después, el 12 de agosto, el disciplinado Bruckner inició la composición de la Novena sinfonía, que quedaría inconclusa a su muerte). Un par de meses después, la tranquilidad de espíritu que le había traído a Bruckner el éxito de la Séptima sinfonía se vio rudamente interrumpida por otro severo encuentro con la realidad. El 4 de septiembre de ese año, Bruckner escribió una carta al famoso director Hermann Levi, a quien consideraba una especie de guía espiritual, en la que le decía lo siguiente:
¡Aleluya! Finalmente, la Octava está terminada, y mi padre artístico debe ser el primero en saberlo. Deseo que sea de su agrado.
Días después, Bruckner envió a Levi la partitura de la Octava sinfonía, y a pesar de que el director era un buen aliado del compositor, no logró descifrar las complejidades de la obra. No queriendo lastimar directamente a su amigo, le envió noticias de su rechazo a través de otro amigo y discípulo de Bruckner, Joseph Schalk. Como consecuencia de la devastadora crítica de Levi a su Octava sinfonía, Bruckner volvió a sufrir los síntomas de neurosis aguda que aparentemente ya había superado, sufrió un colapso nervioso y, según algunos de sus biógrafos, contempló seriamente la idea de suicidarse. En parte por el rechazo de Levi y en parte por su propia inseguridad y tendencia perfeccionista, Bruckner comenzó un febril período de revisión, no sólo de la Octava sino también de varias de sus sinfonías anteriores. La revisión principal de la Octava sinfonía fue realizada entre agosto de 1889 y abril de 1890, lo que obligó a Bruckner a interrumpir el trabajo en la Novena sinfonía. Y como ocurrió en otros casos con otras obras suyas, algunos de sus alumnos y amigos hicieron sus propias “revisiones” a la partitura, lo que complica grandemente el saber con certeza cuáles fueron las intenciones auténticas del compositor respecto a esta monumental sinfonía suya. Así, la sinfonía existe en su versión original de 1887 (la rechazada por Levi); la revisión de 1890, a su vez revisada y publicada por Robert Haas; una segunda versión de 1890, esta vez editada por Leopold Nowak. El musicólogo Hans Redlich afirma, incluso, que la versión de 1887 es una segunda versión de la obra realizada por el propio Bruckner a partir de una primera versión que había quedado concluida en 1885. (Para aquellos melómanos realmente interesados en el complejo asunto de las versiones y revisiones de las sinfonías de Bruckner, recomiendo la lectura del texto de Deryck Cooke titulado El problema Bruckner simplificado, así como consultar los apéndices del libro Bruckner y Mahler de Hans Redlich).
En la versión que hoy en día suele interpretarse de la Octava sinfonía, Bruckner plantea una orquestación poderosa: tres flautas, tres oboes, tres clarinetes, tres fagotes y contrafagot, ocho cornos (de los cuales cuatro se intercambian con tubas Wagner), tres trompetas, tres trombones, una tuba contrabajo, tres timbales, platillos, triángulo, tres arpas (que tocan sólo en los movimientos segundo y tercero) y cuerdas. Debido a la dimensión enorme del movimiento lento de la obra, Bruckner alteró la secuencia tradicional de sus movimientos sinfónicos, colocando el Scherzo en segundo lugar y el magnífico Adagio en el tercero. Hay quienes afirman que, por sus dimensiones, esta sinfonía no es una obra fácil de comprender. A los que defienden esta postura habría que recordarles que ninguna de las sinfonías de Bruckner es fácil en el sentido de que puedan ser digeridas como música de fondo. Por el contrario, se trata de obras cuya apreciación requiere de un gran esfuerzo de atención y concentración que, como en el caso de toda buena obra de arte, tiene sus recompensas. En comparación con los otros movimientos de la sinfonía, el primero es relativamente compacto, y es hasta cierto punto típico de los movimientos iniciales de Bruckner. Viene después un Scherzo poderoso, masivo, seguido de un Adagio enorme, casi una sinfonía en sí mismo, con algunos de los momentos musicales más profundos de toda la obra bruckneriana. El Finale, igualmente sólido y majestuoso, reserva para sus últimas páginas una gran sorpresa para quien ha seguido con atención el desarrollo de la obra: Bruckner construye la coda superponiendo los temas principales de cada uno de los cuatro movimientos, en un glorioso gesto de resumen y síntesis. En esta notable coda, los temas de los cuatro movimientos están asignados de la siguiente manera:
Primero: contrabajos, trombones, tuba contrabajo, fagotes
Segundo: flautas, clarinetes, trompetas
Tercero: cornos
Cuarto: tubas Wagner
Con esta compacta y brillante síntesis de ideas musicales, Bruckner logró uno de los momentos más sólidos de toda su literatura sinfónica, dando muestra una vez más de que los largos años de estudio rindieron frutos de una madurez indiscutible. La Octava sinfonía de Anton Bruckner fue estrenada en Viena el 18 de diciembre de 1892 bajo la batuta de Hans Richter, y la partitura fue dedicada por el compositor al emperador Francisco José I.