Juan Arturo Brennan
¡Extra! ¡Extra! ¡Entérese sin tener la vista fija! ¡Noticia de no tan última hora! José Pablo Moncayo, compositor jalisciense nacido en Guadalajara y muerto en la ciudad de México, sí compuso más música que el ubicuo y famosísimo Huapango. Ahora usted podrá decir que lo leyó aquí antes que en ninguna otra parte. Para muestra de que Moncayo no es sólo el Huapango, va una incompleta relación de algunas de sus otras músicas:
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Amatzinac, para flauta y cuerdas
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Hueyapan
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Cumbres
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Llano alegre
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Muros verdes, para piano
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Sinfonía
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Sonatina para violín
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Sonatina para violín y piano
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Romanza para violín, violoncello y piano
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Sonata para violín y violoncello
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La mulata de Córdoba, ópera
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Tierra de temporal
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Homenaje a Cervantes
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Tres piezas para orquesta
Después de este breve e incompleto recuento, se impone la pregunta: ¿cómo es posible que cedamos con tanta frecuencia a la tentación de enloquecer con el Huapango y nunca nos preocupemos por el resto de la producción de Moncayo? ¿Será el triste destino de este compositor pasar a la historia como uno de tantos músicos de una sola obra?
La posibilidad de situar a Moncayo en el centro mismo del pensamiento musical nacionalista queda más allá de toda duda. A su propia vocación por lo nacional hay que añadir, de modo importante, su contacto académico con Carlos Chávez (1899-1978) y Candelario Huízar (1883-1970). Más tarde, Moncayo une sus esfuerzos musicales a los de Blas Galindo (1910-1993), Salvador Contreras (1910-1982) y Daniel Ayala (1906-1975) para formar el notorio Grupo de los Cuatro, cuyo guía espiritual fue Carlos Chávez. En el caso de Moncayo, la relación con Chávez fue más allá de lo académico: durante más de una década, a partir de 1932, Moncayo estuvo asociado con el trabajo de la Orquesta Sinfónica de México. Primero, como pianista y percusionista; después como subdirector del conjunto; finalmente, como su director artístico. Fue precisamente para una de las temporadas de la Orquesta Sinfónica de México que Moncayo escribió su Sinfonieta, terminando la partitura el 3 de julio de 1945, con el estreno previsto para el día 13 del mismo mes. Paréntesis retórico: ¿cuántos de los buenos compositores mexicanos de hoy tienen la fortuna de que sus obras sean estrenadas diez días después de terminadas? A veces pasan diez años...
Para volver a Moncayo después de esta digresión, se impone un rápido vistazo a los programas de la Orquesta Sinfónica de México a mediados de la década de los 1940s. Ahí es posible encontrar el programa de mano correspondiente al programa número 9 de la temporada número 18 de la orquesta. La fecha, 13 de julio de 1945. El lugar, el Teatro de Bellas Artes, donde la orquesta estrena la Sinfonieta bajo la dirección del compositor. El resto del programa, típico de aquellos tiempos: la Sarabanda de La hija de Cólquide de Carlos Chávez; Pedro y el lobo de Sergei Prokofiev (1891-1953); las Cinco piezas Op. 10 de Arnold Schoenberg (1874-1951); y El pájaro de fuego de Igor Stravinski (1882-1971). Y si de hacer un poco de historia se trata, bien vale la pena recordar aquí que por aquella época la Sinfónica de México estaba llena de personajes importantes de nuestra música. El titular era Chávez; el subdirector era Moncayo; el director ayudante, Blas Galindo. Y al interior de la orquesta era posible hallar a Armando Lavalle (1924-1994) en la sección de violas y a Candelario Huízar como bibliotecario.
El caso es que esa noche de julio de 1945 se estrenó la Sinfonieta de Moncayo, obra que no dejó de causar cierta sorpresa entre el público y entre algunos músicos. Cuatro años antes se había estrenado el Huapango con un éxito rotundo e imperecedero, por lo que el público esperaba de la Sinfonieta otra colección de tonadas fáciles y pegajosas. En cambio, Moncayo propuso en esta obra un discurso musical menos folklórico y más universal. Mexicano, sí, pero no necesariamente mexicanista. Uno de los elementos sorpresivos de la Sinfonieta está en el principio mismo de la obra, y fue bien señalado por Francisco Agea en sus notas al programa del estreno: un inicio sincopado que recuerda la música popular de los Estados Unidos. ¡Nada más eso faltaba, que este ilustre huapanguero se convirtiera en un adorador del ragtime! El público, sin embargo, no se molestó en absoluto; se concretó a sorprenderse y luego a aplaudir con respeto la pieza de Moncayo, quizá con cierta decepción al no hallar en esta obra un ámbito sonoro similar al del Huapango. Como su nombre lo indica, una Sinfonieta es una sinfonía chica, no muy grande, planeada según los parámetros del quehacer sinfónico (léase forma sonata) pero en una dimensión menor. La de Moncayo, por ejemplo, se desarrolla en tres movimientos ininterrumpidos (allegro-lento-allegro), donde el tercero es una reexposición del primero. Y como no faltará algún despistado que insista en que una Sinfonieta es un concepto musical de origen italiano, vale la pena aclarar esto: lo único que de italiano tiene la Sinfonieta como forma musical es el nombre. Es bien sabido que a pesar de muchas otras riquezas musicales indiscutibles, en Italia nunca se dio el sinfonismo con la generosidad que surgió en otras latitudes. Así, parece que el primero en utilizar el término Sinfonieta para una obra musical fue Nikolai Rimski-Korsakov, en 1880. Después de él, muchos otros compositores se han amparado bajo la forma de la Sinfonieta: Max Reger, Sergei Prokofiev, Leos Janácek (1854-1928), Benjamin Britten (1913-1976), Walter Piston (1894-1976), Francis Poulenc (1899-1963), Paul Hindemith (1895-1963), Ernst Krenek (1900-1991), Lennox Berkeley (1903-1989), Darius Milhaud (1892-1974), Bohuslav Martinu (1890-1959), etc.
Así pues, con la audición de esta Sinfonieta mexicana, hoy quedará usted plenamente convencido de que Moncayo sí compuso algunas otras músicas que bien vale la pena escuchar, además del sabroso Huapango, y de que no toda su música se presta tan idealmente a la emoción patriótica y el aplauso fácil.