Juan Arturo Brennan
Si hemos de creer en aquella teoría que afirma que las sinfonías de Ludwig van Beethoven que llevan los números pares representan el lado gentil, lírico y tranquilo del compositor, ninguna obra mejor para comprobarlo que la Cuarta sinfonía. En efecto, al estar colocada entre dos volcanes musicales como la Heroica y la Quinta sinfonía, esta obra parece ser un punto de equilibrio, un respiro, una tregua en el tormentoso desarrollo del pensamiento sinfónico de Beethoven. Y sin embargo, esta plácida sinfonía fue creada por el compositor en un ambiente personal y social de severos cambios y transformaciones. La referencia cronológica a los años de 1805 y 1806 permite recordar que por esas fechas Napoleón Bonaparte (ex-héroe de la frustrada dedicatoria de la sinfonía Heroica) estaba dedicado en cuerpo y alma a todo tipo de guerras, incursiones, invasiones y anexiones, y toda esta actividad napoleónica estaba cambiando radicalmente el mapa de Europa entera. En particular, Bonaparte había convertido al otrora orgulloso imperio austro-húngaro en una débil sombra de sus pasadas glorias. En medio de todas estas tormentas geopolíticas, que afectaban directamente la calidad de vida en Viena, Beethoven se las arregló para cumplir un período especialmente productivo de su carrera como compositor. Así, resulta que en un lapso de tiempo relativamente corto, entre los años de 1805 y 1806, Beethoven compuso su sonata Appassionata para piano, el bellísimo Cuarto concierto para piano y orquesta, los tres cuartetos de cuerda conocidos como Razumovski, el Concierto para violín y orquesta y la Cuarta sinfonía. Por esas mismas fechas, Beethoven inició también la composición de la que habría de ser su única ópera, Fidelio, obra que al poco tiempo de ser terminada se enfrentó con la negligencia, displicencia, hostilidad y sabotaje abierto por parte de diversos personajes de la música y el teatro en Viena.
El caso es que muchos analistas han comentado el carácter ligero, casi etéreo, de la Cuarta sinfonía de Beethoven, en abierto contraste con la poderosa tormenta musical desatada por el compositor en su Tercera sinfonía, la famosa Heroica. Para intentar un breve retrato hablado de esta obra, vale la pena escuchar algunas de esas voces:
Robert Schumann: Es como una doncella griega entre dos gigantes nórdicos.
Héctor Berlioz: Su carácter es generalmente vivaz, ligero, alegre, de una dulzura celestial.
A.W. Thayer: La plácida y serena Cuarta sinfonía, formalmente la más perfecta de todas.
Sir George Grove: Hay algo de extraordinariamente entrañable en esta sinfonía; no podía ser un todo más consistente y atractivo. Los movimientos encajan en su lugar como los miembros y rasgos de una hermosa estatua, y aunque están llenos de fuego e invención, todo está subordinado a la gracia, la belleza y la concisión.
Además de estas y otras caracterizaciones que se han hecho de la obra, hay respecto a la Cuarta sinfonía de Beethoven una referencia anecdótica que aparece en numerosas fuentes biográficas y musicológicas. Tal referencia indica que muchos estudiosos han querido hallar una relación entre esta sinfonía (especialmente en su íntimo movimiento lento) y la misteriosa amada inmortal que tan prominente papel jugó en la imaginación de Beethoven en ese tiempo. La historia indica que en 1806 Beethoven hizo una visita a su noble amigo el conde de Brunswick en su casa en Martonvásár, en Hungría. Al parecer, durante esa visita Beethoven hizo amistad con las tres hermanas de su amigo, Teresa, Josefina y Carolina, especialmente con las dos primeras. Y fue por esas fechas que Beethoven declaró su amor por la amada inmortal en sus diarios y cuadernos. A partir de ello, lo demás es pura especulación digna de la fotonovela rosa: que si Beethoven se comprometió secretamente con Teresa Brunswick, que si la que realmente le gustaba era Josefina, etc. etc.
Más allá de estos chismes y rumores, parece no haber duda de que la Cuarta sinfonía le fue encargada a Beethoven por un noble melómano, el conde Franz von Oppersdorf, quien mantenía una orquesta privada en su propiedad de Ober-Glogau. Cuenta la leyenda, por cierto, que este conde era tan aficionado a la música y daba tanta importancia a su orquesta, que se rehusaba a contratar para su casa a ningún sirviente que no supiera tocar un instrumento. Beethoven recibió 500 florines por la partitura de la Cuarta sinfonía, equivalentes a unos 3,000 dólares actuales. No existen datos respecto al posible estreno de la Cuarta sinfonía a cargo de la orquesta de Von Oppersdorf, pero se sabe que en marzo de 1807 se tocó la sinfonía en un concierto privado que, según las fuentes de la época, le produjo a Beethoven una considerable suma de dinero. Una vez más los aristócratas contribuían gustosos a sufragar los gastos cotidianos de un compositor que si bien apreciaba a algunos de ellos individualmente, los detestaba profundamente como grupo.