Juan Arturo Brennan
Es muy probable que usted no conozca ningún dato específico sobre Joaquín Gutiérrez Heras. ¿Sabe por qué? Porque este buen músico se dedicó fundamentalmente a componer música y no tuvo tiempo ni vocación ni necesidad de promoverse, anunciarse, conseguirse puestos públicos ni andar en la grilla, como algunos de sus colegas. Así que para ayudar al conocimiento de este importante compositor mexicano, aportaré algunos datos mínimos pero significativos. Joaquín Gutiérrez Heras fue originario de Tehuacán, Puebla, y su primera profesión, la arquitectura. Cuando decidió más tarde dedicarse a la música, lo hizo con una disciplina y un orden admirables; de ahí que su música sea clara, precisa y lógica. En Europa tuvo como maestro, entre otros, al muy ilustre compositor francés Olivier Messiaen (1908-1992), de quien sin duda aprendió cosas fascinantes. Al mismo tiempo que comenzaba a formar su catálogo de obras de música de concierto, Gutiérrez Heras transitaba por otras áreas del quehacer musical, que en su conjunto forman un cuadro muy interesante: se convirtió en una verdadera autoridad en música medieval y renacentista; llegó a ser el más importante compositor mexicano de música para el cine; incursionó con igual éxito en la música para teatro; demostró un gran sentido para la difusión de la música a través de la radio; fue un redactor ejemplar de notas de programa.
Y a título muy personal, debo mencionar que, después de haber sufrido las abominables “clases de música” que se dan de modo obligatorio en las escuelas de este país, y que milagrosamente no me hicieron odiar la música, encontré en Joaquín Gutiérrez Heras a un maestro admirable, cuya clase de música para cine en el Centro de Capacitación Cinematográfica fue uno de los puntos culminantes de mi aprendizaje de estas cosas que tienen que ver con el sonido y la imagen. Como punto final a este breve retrato escrito diré que Joaquín Gutiérrez Heras fue un gran cinéfilo, un verdadero erudito en materia de historia musical, y tenía un sentido del humor formidable, agudo, corrosivo y altamente contagioso.
Este es, pues, el compositor que en 1989 solicitó y obtuvo del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes una beca cuyo fruto fue precisamente, la obra que hoy nos ocupa. Originalmente, el compositor planeaba escribir una obra en varios movimientos, que finalmente se convirtió en una pieza de un solo movimiento continuo, con cuatro secciones bien diferenciadas: una introducción lenta, un scherzo, un movimiento lento, y un allegro final. En medio de una conversación que incluyó, entre otros temas, el caos vial de la ciudad de México, la conformación de las orquestas modernas y una breve joya musical de Ludwig Senfl (ca. 1486-1543), el compositor me informó que debido a la estructura global de la obra, ésta puede ser considerada como una sinfonía, aunque una sinfonía con características muy especiales, quizá con ciertas afinidades con la Sinfonía de Antígona (1933) de Carlos Chávez (1899-1978). En esa misma conversación, Gutiérrez Heras me ofreció una breve pero sustanciosa cátedra, relacionada directamente con la obra, sobre instrumentos, octavas, bajos y armonías, que desembocó en una afirmación suya de que, debido a los peculiares procedimientos y técnicas de la música de hoy, cada obra debe ser concebida para un grupo instrumental particular, de cualidades específicamente acopladas a la idea del compositor. Dicho de otra manera: quizá ya no exista la idea de la orquesta convencional o la orquesta standard.
Y como siempre, hice al compositor las preguntas de rigor sobre posibles asociaciones programáticas, narrativas, extra-musicales o descriptivas de esta obra. Al respecto, Gutiérrez Heras fue categórico: no hay nada de ello en esta obra. Es decir, nos encontramos ante una obra de música cien por ciento pura, concepto que sin duda llenará de horror a algunos melómanos románticos incorregibles. Joaquín Gutiérrez Heras terminó la orquestación de la obra en enero de 1991, y la composición se estrenó el 29 de febrero de 1992 con la Orquesta Filarmónica de la UNAM dirigida por Enrique Barrios. Y si ustedes supieran el trabajo que le costó al compositor encontrar un título adecuado para esta partitura... En buen latín se llama Ludus autumni, que en buen castellano quiere decir Juegos de otoño.