Juan Arturo Brennan
Hay pocos pecados más horribles y vergonzantes que revisar la correspondencia ajena. Esto lo saben bien aquellos que lo han hecho con fines oscuros y mezquinos, y por ello cargan una culpa mayúscula en sus espaldas y sus almas. Sin embargo, cuando tal cosa se hace con fines nobles, y cuando el autor de la correspondencia ya ha muerto, el pecado es menor y quizá hasta puede ser justificado. Entendido esto, es plenamente válido buscar, encontrar y leer alguna carta que nos permita adentrarnos en el mundo místico, solemne y conmovedor de la Séptima sinfonía de Anton Bruckner. ¿Dónde buscar tal carta? No en la tierra, porque esa carta no existe. ¿Y en el cielo? Probablemente sí, ya que nos consta que Anton Bruckner se fue al cielo después de morir; la prueba de ello nos la da el dibujo en siluetas de Otto Böhler en el que claramente vemos a Bruckner entrando al cielo y siendo recibido por otros ilustres músicos que le precedieron. Así pues, subamos al cielo y busquemos la nube que le asignaron, merecidamente, a Bruckner. En esa nube, por cierto, no hay arpas como en casi todas las demás; en la nube celestial de Bruckner hay cornos, trompetas, trombones, tubas y un gran órgano. Ahí, bajo un etéreo pliegue de vapor con evidentes contornos musicales, hallamos finalmente la carta deseada, y pidiendo el indispensable permiso al autor so pena de incurrir en deslealtad imperdonable, la leemos...
En Viena, a 12 de octubre de 1884
A los honorables regentes del Teatro Municipal de Leipzig.
Señores:
Después de haber recibido consternado la noticia de que la Orquesta de la Gewandhaus de esa ciudad ha rehusado estrenar mi Séptima sinfonía, me entero con alegría singular que Vuestras Excelencias han tomado bajo Su auspicio la primera ejecución de mi obra. Habiendo trabajado en ella desde 1881 y hasta 1883, me parece que ya es tiempo de que se estrene, dicho con el mayor respeto. Desde la reticente aceptación que tuviera mi Cuarta sinfonía, no he vuelto a saber lo que es un público receptivo o una crítica generosa. ¡Ah, si Herr Hanslick no me odiara tanto! Quiero aprovechar también este conducto para declarar que me parece acertada la elección que Vuestras Excelencias han hecho del joven Arthur Nikisch para dirigir el estreno de mi Séptima; es un buen muchacho y estoy seguro de que lo hará bien. Por lo demás, no tengo inconveniente en la fecha del 30 de diciembre para el concierto; hará frío, pero procuraré llegar a Leipzig con anticipación para asistir a los ensayos. ¡Leipzig! Pensar que allí nació el Maestro.... Sí, señores, no puedo menos que reconocer que en mi Séptima sinfonía está presente el alma inmortal del gran Richard Wagner. Un día, al llegar a casa, me sentí triste; sentí que el Maestro no viviría mucho más. Y entonces se me ocurrió el tema principal del Adagio de la sinfonía. ¡Cómo sufrí cuando, semanas después, me informaron de su muerte! Al menos, en su ausencia, mi sinfonía se estrenará en la tierra que lo vio nacer, y éste será mi homenaje para él. Además, claro, de la inclusión de las tubas wagnerianas en la orquesta, también en su memoria. Como habréis podido notar en la carátula de la partitura, la sinfonía la he dedicado a Su Majestad el Rey Ludwig II de Baviera pero ello ha sido sólo con el propósito de obtener, quizá, un estipendio para poder dedicarme a componer sin presiones económicas. (Espero, por cierto, que haya algunos florines extra para mí, por los gastos del traslado, etc.) Lo cierto es que, en mi alma, mi Séptima está dedicada al Maestro. Por ello, quizá, la trompeta que anuncia el Scherzo. Aún recuerdo cuando el gran Wagner, cariñoso y paternal, miró la partitura de mi Tercera sinfonía y al leer el tema principal del primer movimiento me llamó “Bruckner, la trompeta.” ¡Nunca me he sentido más orgulloso de un apodo! Ruego a Vuestras Excelencias señalar a Nikisch que, si es necesario, puedo enviarle las partituras de mi Te Deum y de mi Misa en re menor; allí podrá comparar los originales con las citas de estas obras que he incluido en la sinfonía. Sí, con el mayor amor a Dios y mi infinita adoración por Wagner. No es, sin embargo, una obra religiosa, y no quisiera que Nikisch la interpretara así. Acaso, el final del Adagio, que es la música fúnebre que hice para el Maestro. ¿Podríais, quizá, reembolsarme el gasto del envío a Leipzig de las partes orquestales? Espero respuesta a vuelta de correo.
Respetuosamente,
Anton Bruckner
Posdata: Aún no he decidido si dejar definitivamente en la partitura los platillos y el triángulo para el clímax del Adagio, como me lo han sugerido mis alumnos. Ya le enviaré noticia a Nikisch de mi decisión final.
A.B.
Una vez leída la carta, es menester enviarla de vuelta a su origen. Pero como todas las cartas imaginarias, ésta puede volar por sí sola, así que no hace falta subir de nuevo al cielo. Es suficiente doblarla a la usanza infantil para convertirla en un avión de papel y lanzarla hacia arriba; seguramente llegará hasta la nube que le corresponde. Mientras el avión-carta asciende hacia el cielo musical, nosotros nos disponemos a escuchar esta noble sinfonía que, junto con la Cuarta sinfonía (la llamada Romántica) le abrió finalmente a Bruckner las puertas de un reconocimiento que hasta entonces se le había negado injustamente. Hasta nuestros días, esas puertas están apenas entreabiertas, y es imperativo que se abran del todo.