Bartók, Bela - Suite de *El mandarín milagroso*, pantomima Op, 19

Bela Bartók

Suite de El mandarín milagroso, pantomima Op, 19

Si se nos preguntara un día, sin previo aviso, ¿qué es un mandarín?, probablemente contestaríamos que es una especie de chino misterioso, a lo cual el inquisidor replicaría que, además de ser incorrecta, nuestra respuesta es un pleonasmo. Si la curiosidad permaneciera, nos daríamos a la tarea de averiguar con ahínco la verdadera esencia de un mandarín. Descubriríamos primero que la palabra en cuestión proviene del vocablo sánscrito mandalin y que una de sus definiciones más simples es la que asevera que mandarín es el nombre que dan los europeos a los funcionarios chinos. Más concretamente, la de los mandarines era la clase regente en los primeros tiempos de la historia china. Los mandarines regían a través de conceptos religiosos que no eran compartidos por las masas. Eran los guardianes del lenguaje escrito y de las tradiciones, y una de sus premisas fundamentales era la de afirmar que su mandato provenía del cielo, aunque ellos mismos no se asignaban características divinas. De ese modo, un mandarín podía ser reemplazado si no cumplía cabalmente con su mandato. El sistema ético y filosófico de los mandarines fue perpetuado y transmitido por Confucio y por Meng-Tse. El mandarinato evolucionó de tal manera que durante la dinastía Tang (siglos VII al X) ya estaba plenamente desarrollado un sistema de examen mediante el cual los mandarines eran elegidos por sus iguales. Es decir, una especie de democracia mandarina. ¿Qué hace entonces un mandarín protagonizando una pieza musical de un compositor húngaro? El hecho de que esta partitura de Bartók tenga una asociación claramente oriental, al menos en el título y en el aspecto narrativo, parecería indicar que Bartók estuvo cerca del pensamiento musical impresionista, una de cuyas constantes fue la continua referencia a temas y lugares exóticos. Es claro que en aquellas primeras décadas del siglo XX los compositores europeos consideraban exótica a cualquier cosa que estuviera situada más allá de los Urales. El caso concreto es que Bartók no se estaba acercando al impresionismo cuando compuso El mandarín milagroso; de hecho, la orientación de esta obra es claramente expresionista y, como en tantos otros casos, la conexión es de origen literario.

En la primera década del siglo XX la literatura húngara estaba representada por tres corrientes principales. La primera, abanderada por el grupo de escritores reunidos alrededor de la revista literaria Nyugat (‘El Occidente’), representaba lo mejor de las letras húngaras de esa época. Un segundo grupo consistía en una camarilla de escritores oficialistas que producían textos de corte muy nacionalista y muy conservador. La tercera corriente literaria estaba formada por los llamados escritores de boulevard, y el único fin de sus textos era el entretenimiento superficial del lector. A este tercer grupo de escritores húngaros perteneció Menyhért Lengyel (1880-1974), uno de cuyos cuentos fue tomado por Bartók como base para su pantomima orquestal El mandarín milagroso. A pesar de que Lengyel está clasificado en el grupo más bajo de la literatura húngara del inicio del siglo XX, el cuento mismo no deja de ser interesante y llamativo.

Tres siniestros rufianes habitan una casa dilapidada y tétrica y tienen a una bella mujer como cómplice de sus fechorías. El plan que diseñan es muy simple: ella se asoma a la ventana luciendo sus encantos para atraer a los transeúntes. Quien cae en la trampa y entra a la casa es asaltado y despojado de sus pertenencias. Los dos primeros incautos que sucumben a la tentación y entran a la casa en busca de la mujer resultan ser pobres, y los rufianes los echan a la calle. El tercero es un misterioso mandarín; su apariencia repele a la mujer pero ella decide seguir adelante con el plan trazado por sus ocultos cómplices. La mujer ejecuta una sensual danza ante el mandarín, que siente crecer su deseo por ella. Cuando el mandarín intenta abrazarla, los tres malhechores salen de su escondite y lo atacan. Milagrosamente, el mandarín sobrevive ileso a los tres ataques de los bandidos: su deseo es más fuerte que la muerte misma. Finalmente, subyugada por el extraño personaje, la mujer cede y se funde con el mandarín en un abrazo. Satisfecho su deseo, las heridas del mandarín comienzan a sangrar, y finalmente muere.

La composición de El mandarín milagroso fue abordada por Bartók como una especie de reencuentro consigo mismo como compositor. Su ópera El castillo de Barbazul había sufrido un rechazo inicial de tal magnitud que desde 1911 hasta 1917 Bartók abandonó casi por completo la composición, dedicándose a sus trabajos de estudio y recopilación de la música popular húngara. En 1917 su ballet El príncipe de madera fue producido con tal éxito que la Ópera de Budapest decidió montar El castillo de Barbazul. La aceptación de ambas obras impulsó a Bartók a retomar la composición, y entre 1917 y 1922 produjo una serie de obras en las que se nota particularmente la progresiva liberación de la tonalidad y, sobre todo, una identificación creciente con la tendencia expresionista de la época. Entre estas obras están su Segundo cuarteto de cuerdas, sus Cinco canciones sobre poemas de Endre Ady, sus dos sonatas para violín y piano y el ballet-pantomima El mandarín milagroso. No deja de ser interesante el hecho de que esta obra haya sido, de alguna manera, el resultado del éxito de dos obras compuestas para la escena, y que en vez de seguir componiendo en esta misma línea de pensamiento, Bartók cerrara su breve catálogo de música escénica precisamente con la creación de El mandarín milagroso, que data de 1919. La obra se estrenó en Colonia el 27 de noviembre de 1926, y causó un escándalo seguido por la inevitable censura.

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