Grace Echauri: Concierto por el día de las madres
Esta página documenta un concierto pasado.

Información: ¡Concierto precedido por música de cámara en el LOBBY!
Solista y músicos de la OFCM tocan una obra música de cámara antes del concierto. Disfruta nuestro programa de preconciertos.
Domingo 11 de mayo, 11:30 horas
Vestíbulo de la Sala Silvestre Revueltas
MARÍA VAKORINA, flauta
KEVIN TIBOCHE, oboe
JACOB DeVRIES, clarinete
MARTIN ARNOLD, clarinete bajo
SOFÍA ALMANZA, fagot
ARMANDO LAVARIEGA, corno
Leos Janacek - Juventud
Domingo 11 de mayo, 12:30 horas
Sala Silvestre Revueltas
GRACE ECHAURI, directora
Lili Boulanger (1893 - 1918) De una mañana de primavera
De una mañana de primavera
Sin duda, las hermanas Lili y Nadia Boulanger representan un caso único en la historia de la música. Lili Boulanger, débil y enfermiza, murió prematuramente a los 24 años de edad, dejando un notable legado de composiciones musicales; su hermana Nadia (1887-1979), que vivió una larga y productiva vida hasta los 93 años, dejó una huella imborrable como maestra de numerosos compositores, tanto de Europa como de América. No deja de ser curioso el hecho de que hoy en día, en el mundo de la música, se recuerda y se estudia más a la maestra que a la compositora.
Marie-Juliette Olga Boulanger, conocida afectuosamente como Lili, fue desde temprana edad una niña enfermiza. A los dos años comenzó a sufrir la bronconeumonía y la colitis que le habrían de acompañar durante toda su corta vida; al mismo tiempo, comenzó a cantar melodías de oído. A sus seis años comenzó a asistir como oyente a las clases de música de su hermana Nadia y a los diez hizo sus primeros experimentos en composición. Su temprano desarrollo musical fue ayudado por la continua presencia de Gabriel Fauré (1845-1924) en el hogar de los Boulanger. Muy niña aún, Lili Boulanger cantó algunas canciones de Fauré con el propio compositor al piano. En 1912 fue admitida oficialmente en el Conservatorio de París, donde estudió bajo la guía de Georges Caussade y Paul Vidal. En 1913 obtuvo el Premio Lepaulle y, más tarde en ese mismo año, se convirtió en la primera mujer en ganar el prestigioso Premio de Roma en el área de composición, con su cantata Fausto y Helena. De inmediato, la casa editora Ricordi le ofreció un contrato para la publicación de sus obras. Durante su estancia en la Villa Medici de Roma, como parte del premio, compuso un número significativo de obras y entabló amistades duraderas. En 1915, durante la guerra, Lili Boulanger estableció un programa de correspondencia y asistencia para los soldados franceses en el frente, para contribuir a elevar la moral de las tropas. Un año más tarde, el dramaturgo belga Maurice Maeterlinck la autorizó a utilizar una obra suya, La princesa Maleine, como libreto para una ópera. Durante todos estos años, su trabajo como compositora se vio constantemente obstaculizado e impedido por su frágil estado de salud, y llegó incluso a someterse a tratamientos experimentales que, a la larga, resultaron infructuosos. Durante la última etapa de su vida, algunas de sus composiciones fueron interpretadas en público por su hermana Nadia, pero su enfermedad le impidió asistir a esos conciertos. Al inicio de 1918, demasiado débil para escribir, dictó a Nadia su última partitura, Pie Jesu. El 15 de marzo de 1918, en medio del bombardeo alemán a París, Lili Boulanger murió a los 24 años de edad.
En su corta vida, Lili Boulanger alcanzó a componer cerca de cincuenta obras; el hecho de que la mayor parte de ellas incluyan la voz humana no es sino un reflejo de su propio gusto por el canto y por la música vocal. Entre sus obras vocales, además, hay una presencia significativa de los textos de los Salmos, lo que parecería indicar una vocación religiosa de su parte. El musicólogo Dominique Jameux afirma lo siguiente sobre la música de Lili Boulanger:
Entre sus mejores obras está la puesta en música del salmo Desde el fondo del abismo (1914-1917), una vasta pieza de asombrosa solemnidad y grandeza, densa y al mismo tiempo sutil, en la que la compositora demuestra un manejo magistral tanto de las grandes masas como de la voz solista. Otra pieza coral, Vieja plegaria budista (1917) tiene discretos toques exóticos. Las texturas contrapuntísticas y el discreto cromatismo colocan a su música en medio de la tradición francesa de su tiempo.
La información sobre Lili Boulanger y su música no es ni muy abundante ni muy fidedigna, y el hecho de que existan distintas versiones grabadas de la obra De una mañana de primavera sin duda se presta a confusión. Al respecto, cito este breve texto de Kyle Gann, aparecido en un boletín electrónico patrocinado por la American Symphony Orchestra de los Estados Unidos:
En su corta vida, Lili Boulanger compuso más de cincuenta obras, desde piezas corales como Pie Jesu (interpretada en su funeral) y la enorme Desde el fondo del abismo, hasta numerosas piezas breves de cámara que hasta la fecha son populares. De una tarde triste y De una mañana de primavera, tradicionalmente interpretadas juntas, son versiones orquestales de dos de esas obras de cámara. La primera existe también en una versión para violoncello y piano, y la segunda es originalmente un brillante dúo para flauta (o violín) y piano. Que son obras que van juntas es obvio desde los motivos iniciales que, aunque distintos en velocidad son casi idénticos en su melodía, que comienza con un motivo de notas punteadas mi-sol-mi-re-mi. La Tarde triste está desarrollada con armonías agridulces y cierta semejanza con Debussy, mientras que la Mañana de primavera está escrita en un lenguaje más liviano de tonalidades cambiantes; ambas piezas son claramente modales. Escritas en 1918, estas son las dos últimas obras que Lili Boulanger, por su delicada salud, pudo copiar ella misma. Aun así, las indicaciones dinámicas y de expresión fueron puestas por su hermana Nadia.
A propósito de la última frase del texto de Gann: se dice que Nadia Boulanger vivió una relación muy tormentosa con su hermana menor, marcada a partes iguales por la culpa y por la envidia. El hecho es que después de la muerte de su talentosa hermana, Nadia Boulanger ya no compuso más.
Franz Joseph Haydn (1732-1809) Sinfonía No. 101 en re mayor, Hob.I:101, El reloj
Sinfonía No. 101 en re mayor, Hob.I:101, El reloj
Además de ser rico, variado, históricamente importante, interesante y atractivo, el catálogo sinfónico de Franz Joseph Haydn ofrece al melómano curioso una faceta adicional, que si bien es trivial no deja de ser divertida. Me refiero al hecho de que un número significativo de sus sinfonías llevan curiosos sobrenombres; algunos de ellos son originales y fueron generados en la época en que las sinfonías fueron compuestas, mientras que otros son muy posteriores y por lo general tienen que ver poco con la música. A manera de muestrario, va la lista de los sobrenombres asociados con 34 de las 104 sinfonías de Haydn:
Lukavec, La mañana, El mediodía, La tarde, Júpiter, El filósofo, Lamentación, Brukenthal, Aleluya, Hornsignal, Eco, El puño, Mercurio, Fúnebre, Los adioses, María Teresa, La pasión, Imperial, El maestro, El fuego, El distraído, La Roxelane, Tempora mutantor, Laudon, La caza, El oso, La gallina, La reina de Francia, Oxford, Sorpresa, El milagro, Militar, El reloj, Redoble de timbal, Londres.
Algunos de estos sobrenombres tienen que ver con las circunstancias en que las obra en cuestión fue compuesta; otros se refieren a lugares o personajes asociados a determinada sinfonía; algunos más aluden a alguna cualidad particular de la música misma; y otros son meros inventos de editores o promotores que creyeron que era más fácil promover y vender una sinfonía de Haydn si llevaba asociado un sobrenombre "curioso". En el caso de la Sinfonía No. 101, conocida como El reloj, el sobrenombre se refiere a un asunto específicamente musical. Durante el siglo XIX, numerosos oyentes y comentaristas afirmaron que el persistente acompañamiento que Haydn propone en el movimiento lento de la sinfonía podía ser comparado con el tic-tac de un reloj. En el verano de 1793 Haydn compró una casa en el suburbio vienés de Gumpendorf, con la intención de dejarla como herencia a su esposa. En el otoño del mismo año el compositor llegó a un acuerdo con el empresario Johann Peter Salomon para realizar una segunda visita a Londres y, como parte del acuerdo, componer para él una segunda serie de seis sinfonías. En enero de 1794 Haydn dejó Viena para dirigirse a Londres para cumplir su compromiso con Salomon; hizo escalas en Passau y Wiesbaden y llegó a la capital inglesa el 4 de febrero. Fue en este período, entre 1793 y 1794, que Haydn compuso la Sinfonía No. 101; esta conocida obra del catálogo orquestal del compositor de Rohrau forma parte del grupo de 12 sinfonías (conocidas colectivamente como las sinfonías de Londres, de la 93 a la 104 de su catálogo) que escribió para Salomon, y que durante un largo tiempo fueron prácticamente las únicas de sus sinfonías en ser interpretadas de manera regular en conciertos sinfónicos.
El primer movimiento de la Sinfonía No. 101 de Haydn se inicia con una introducción lenta, procedimiento típico del compositor austríaco. Sin embargo, esta introducción no es tan profunda o dramática como las de otras sinfonías suyas; de hecho, hay en ella algo de dulce y noble, asociado sin duda a la luminosa tonalidad principal de la obra. Además, Haydn propone en esta introducción una interesante y sugestiva inestabilidad armónica. Después de la introducción, un vivo y extrovertido movimiento basado en el contraste de dos temas principales. En el segundo movimiento, el tema principal es presentado desde el inicio con un acompañamiento como un vaivén, que es el tic-tac del reloj que da su sobrenombre a la sinfonía. Este acompañamiento es reiterado en diversas formas a lo largo del Andante, pero no de manera obsesiva. En el centro de este movimiento hay un episodio contrastante, más severo, casi tormentoso, en tonalidad menor. Vuelve el movimiento inicial del tic-tac, esta vez con una importante presencia de la flauta. Haydn propone entonces una inesperada pausa, que da lugar a la variación final sobre el tema principal del movimiento. Algunos comentaristas han sugerido que esa pausa es una broma intencional de Haydn: el compositor se toma un respiro para darle cuerda a su reloj. Después del Andante viene un Menuetto de orquestación rica y contrastada. En su indispensable trío central, la flauta vuelve a tener una presencia destacada, frente a la que el compositor propone breves episodios de una orquestación más densa. En la repetición del minueto en esta clásica forma ternaria, Haydn omite algunas de las repeticiones de la primera parte. La Sinfonía No. 101 concluye con un movimiento vivaz pero delicado, caracterizado en su inicio por una orquestación ligera y transparente. Más adelante, la orquestación se hace más rica en este que es el movimiento más breve y compacto de la obra. Por momentos, este Finale tiene sonoridades que remiten a la música orquestal de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791). Antes de concluir el movimiento, Haydn construye un interesante episodio imitativo, un fugato sobre el tema inicial del Finale. En la coda del movimiento aparecen sombras fugaces de la orquestación delicada y transparente del principio.
La Sinfonía No. 101 fue interpretada por primera vez en Londres el 3 de marzo de 1794 en uno de los conciertos organizados por Salomon.
Adagio-Presto
Andante
Menuetto
Allegretto
Johannes Brahms (1833-1897) Danza húngara no. 1 en sol menor
Danza húngara no. 1 en sol menor
En muchas colecciones discográficas de música instrumental del renacimiento es posible hallar versiones anónimas diversas de una divertida danza llamada ungaresca, editada por Pierre Phalése en uno de sus volúmenes de la música de su tiempo. Esta ungaresca, de contornos armónicos extraños y melodías sugestivas, suele tocarse de manera que cada vuelta al estribillo principal es más y más rápida, con lo que esta danza de origen húngaro termina en una especie de frenesí musical y coreográfico.
Más adelante, ya en pleno siglo XIX, es posible encontrar en el catálogo de Carl Maria von Weber (1786-1826) una curiosa obra, Andante y rondó húngaro para fagot y orquesta, llena de ritmos inusuales y melodías que por entonces eran consideradas exóticas. En esa misma época (y, de hecho, desde el siglo anterior) se compusieron numerosos movimientos de sinfonías y conciertos que llevan como indicación all’ungarese, es decir, al estilo húngaro. En el catálogo del compositor húngaro Béla Bartók (1881-1945) hay, de manera natural, un gran número de obras basadas en diversas formas y géneros del folklore de su patria. No es necesario citar más ejemplos análogos para afirmar que, en el contexto de la música de la Europa Occidental, Hungría siempre ha sido considerada como una fuente casi inagotable de material sonoro “exótico” y “lejano”. La razón histórica de ello es bien simple: antes de que Hungría existiera como una nación independiente, era una de las fronteras lejanas y exóticas del imperio austrohúngaro, y muchos músicos europeos, dentro y fuera de ese imperio, recurrieron a temas populares y folklóricos húngaros para adornar sus obras con acentos que por entonces eran considerados novedosos y llamativos. Lo curioso es que, salvo muy escasas excepciones, la mayoría de esas piezas de inspiración húngara se quedaron en mera imitación, a veces caricatura, de la auténtica música vernácula de Hungría.
A riesgo de hacer una afirmación quizá temeraria, me parece que la fascinación de tantos compositores con los sonidos de Hungría se ha debido, sobre todo, al atractivo que sobre esos músicos ha ejercido el elemento gitano propio de la música tradicional húngara. Por desgracia, muchos de ellos no tuvieron la iniciativa de empaparse en serio de tales sonidos y conocerlos a fondo (las excepciones siendo, claro, Bartók y su colega Zoltán Kodály, 1882-1967), y terminaron por incluir en sus partituras solamente lo superficial de esa sugestiva y misteriosa música gitana.
¿Dónde se encuentra, entonces, la conexión húngara en la vida y la música de Johannes Brahms? Es posible comenzar a buscar esa conexión en el año 1850, en el que Brahms se encontraba ganándose la vida como pianista tocando en burdeles, tabernas, teatros y salones de danza, a veces acompañando a otros instrumentistas. Uno de estos solistas de prestigio era el violinista húngaro Eduard Remenyi, a quien Brahms conoció en 1850 y a quien acompañó en algunos recitales. Más tarde, en 1853, Brahms obtuvo un contrato para realizar una extensa gira acompañando a Remenyi por diversos países. Es muy probable, casi seguro, que además de sonatas y variaciones y otras piezas de concierto de importantes compositores, los recitales de Brahms y Remenyi incluyeran también música tradicional húngara, llena de esos contornos gitanos que tan bien le quedan al violín (vale recordar a Pablo de Sarasate, 1844-1908, y sus Aires gitanos para violín y orquesta), y no sería descabellado afirmar que Brahms asimiló con facilidad parte de esa influencia húngara para volcarla más tarde en su propia música. Se sabe, además, que durante sus giras de concierto Brahms y Remenyi se acercaron a las ya mencionadas fronteras lejanas del imperio austrohúngaro. En 1867, por ejemplo, una de esas giras los llevó hasta Budapest. Así pues, Brahms transformó todos estos contactos con Hungría y su música en una larga serie de Danzas húngaras, 21 en total, que fueron originalmente concebidas para dos pianos, y realizadas entre 1852 y 1869. Como en el caso de otras obras similares (por ejemplo, las Danzas eslavas de Antonin Dvořák, 1841-1904) las Danzas húngaras de Brahms son más conocidas en su versión orquestal que en el original pianístico. Además, en diversas grabaciones modernas es posible escucharlas interpretadas indistintamente en dos pianos, en piano a cuatro manos, en orquesta, en violín y piano, etc. No deja de ser interesante el hecho de que mientras en una conocida enciclopedia musical el artículo dedicado a Brahms incluye la información de que las versiones orquestales de las Danzas húngaras son del propio Brahms, en otras fuentes se afirma que fue Dvořák el responsable de arreglar las danzas para orquesta. Lo cierto es que Dvořák solo realizó arreglos (en 1880) de las danzas 17-21, mientras que Brahms orquestó las Danzas Nos. 1, 3 y 10. Otros orquestadores de estas piezas incluyen a Hallén, Juon, Gal, Parlow, Schollum y Fischer. Las Danzas húngaras de Brahms están distribuidas en cuatro libros; los dos primeros fueron publicados en 1869 y los otros dos en 1880. Las diez primeras danzas fueron arregladas por Brahms para piano solo en 1872, y al año siguiente el compositor realizó la transcripción orquestal de las danzas números 1, 3 y 10.
Quizá sea posible afirmar, desde una apreciación cabalmente subjetiva, que estas Danzas húngaras de Brahms son estilísticamente más refinadas y formalmente más coherentes (y menos “folklóricas”) que las Rapsodias húngaras de Franz Liszt (1811-1886), nacidas también en el piano y más conocidas en la actualidad en sus transcripciones orquestales. Si hay alguna validez en esta observación, no deja de ser muy ilustrativa del valor relativo de Brahms y Liszt en el proceso de asimilar e integrar el elemento húngaro tradicional en la música de concierto, sobre todo si se tiene en cuenta que Liszt sí fue húngaro de nacimiento.
Johannes Brahms (1833-1897) Danza húngara no. 2 en re menor
Danza húngara no. 2 en re menor
En muchas colecciones discográficas de música instrumental del renacimiento es posible hallar versiones anónimas diversas de una divertida danza llamada ungaresca, editada por Pierre Phalése en uno de sus volúmenes de la música de su tiempo. Esta ungaresca, de contornos armónicos extraños y melodías sugestivas, suele tocarse de manera que cada vuelta al estribillo principal es más y más rápida, con lo que esta danza de origen húngaro termina en una especie de frenesí musical y coreográfico.
Más adelante, ya en pleno siglo XIX, es posible encontrar en el catálogo de Carl Maria von Weber (1786-1826) una curiosa obra, Andante y rondó húngaro para fagot y orquesta, llena de ritmos inusuales y melodías que por entonces eran consideradas exóticas. En esa misma época (y, de hecho, desde el siglo anterior) se compusieron numerosos movimientos de sinfonías y conciertos que llevan como indicación all’ungarese, es decir, al estilo húngaro. En el catálogo del compositor húngaro Béla Bartók (1881-1945) hay, de manera natural, un gran número de obras basadas en diversas formas y géneros del folklore de su patria. No es necesario citar más ejemplos análogos para afirmar que, en el contexto de la música de la Europa Occidental, Hungría siempre ha sido considerada como una fuente casi inagotable de material sonoro “exótico” y “lejano”. La razón histórica de ello es bien simple: antes de que Hungría existiera como una nación independiente, era una de las fronteras lejanas y exóticas del imperio austrohúngaro, y muchos músicos europeos, dentro y fuera de ese imperio, recurrieron a temas populares y folklóricos húngaros para adornar sus obras con acentos que por entonces eran considerados novedosos y llamativos. Lo curioso es que, salvo muy escasas excepciones, la mayoría de esas piezas de inspiración húngara se quedaron en mera imitación, a veces caricatura, de la auténtica música vernácula de Hungría.
A riesgo de hacer una afirmación quizá temeraria, me parece que la fascinación de tantos compositores con los sonidos de Hungría se ha debido, sobre todo, al atractivo que sobre esos músicos ha ejercido el elemento gitano propio de la música tradicional húngara. Por desgracia, muchos de ellos no tuvieron la iniciativa de empaparse en serio de tales sonidos y conocerlos a fondo (las excepciones siendo, claro, Bartók y su colega Zoltán Kodály, 1882-1967), y terminaron por incluir en sus partituras solamente lo superficial de esa sugestiva y misteriosa música gitana.
¿Dónde se encuentra, entonces, la conexión húngara en la vida y la música de Johannes Brahms? Es posible comenzar a buscar esa conexión en el año 1850, en el que Brahms se encontraba ganándose la vida como pianista tocando en burdeles, tabernas, teatros y salones de danza, a veces acompañando a otros instrumentistas. Uno de estos solistas de prestigio era el violinista húngaro Eduard Remenyi, a quien Brahms conoció en 1850 y a quien acompañó en algunos recitales. Más tarde, en 1853, Brahms obtuvo un contrato para realizar una extensa gira acompañando a Remenyi por diversos países. Es muy probable, casi seguro, que además de sonatas y variaciones y otras piezas de concierto de importantes compositores, los recitales de Brahms y Remenyi incluyeran también música tradicional húngara, llena de esos contornos gitanos que tan bien le quedan al violín (vale recordar a Pablo de Sarasate, 1844-1908, y sus Aires gitanos para violín y orquesta), y no sería descabellado afirmar que Brahms asimiló con facilidad parte de esa influencia húngara para volcarla más tarde en su propia música. Se sabe, además, que durante sus giras de concierto Brahms y Remenyi se acercaron a las ya mencionadas fronteras lejanas del imperio austrohúngaro. En 1867, por ejemplo, una de esas giras los llevó hasta Budapest. Así pues, Brahms transformó todos estos contactos con Hungría y su música en una larga serie de Danzas húngaras, 21 en total, que fueron originalmente concebidas para dos pianos, y realizadas entre 1852 y 1869. Como en el caso de otras obras similares (por ejemplo, las Danzas eslavas de Antonin Dvořák, 1841-1904) las Danzas húngaras de Brahms son más conocidas en su versión orquestal que en el original pianístico. Además, en diversas grabaciones modernas es posible escucharlas interpretadas indistintamente en dos pianos, en piano a cuatro manos, en orquesta, en violín y piano, etc. No deja de ser interesante el hecho de que mientras en una conocida enciclopedia musical el artículo dedicado a Brahms incluye la información de que las versiones orquestales de las Danzas húngaras son del propio Brahms, en otras fuentes se afirma que fue Dvořák el responsable de arreglar las danzas para orquesta. Lo cierto es que Dvořák solo realizó arreglos (en 1880) de las danzas 17-21, mientras que Brahms orquestó las Danzas Nos. 1, 3 y 10. Otros orquestadores de estas piezas incluyen a Hallén, Juon, Gal, Parlow, Schollum y Fischer. Las Danzas húngaras de Brahms están distribuidas en cuatro libros; los dos primeros fueron publicados en 1869 y los otros dos en 1880. Las diez primeras danzas fueron arregladas por Brahms para piano solo en 1872, y al año siguiente el compositor realizó la transcripción orquestal de las danzas números 1, 3 y 10.
Quizá sea posible afirmar, desde una apreciación cabalmente subjetiva, que estas Danzas húngaras de Brahms son estilísticamente más refinadas y formalmente más coherentes (y menos “folklóricas”) que las Rapsodias húngaras de Franz Liszt (1811-1886), nacidas también en el piano y más conocidas en la actualidad en sus transcripciones orquestales. Si hay alguna validez en esta observación, no deja de ser muy ilustrativa del valor relativo de Brahms y Liszt en el proceso de asimilar e integrar el elemento húngaro tradicional en la música de concierto, sobre todo si se tiene en cuenta que Liszt sí fue húngaro de nacimiento.
Johannes Brahms (1833-1897) Danza húngara no. 3 en fa mayor
Danza húngara no. 3 en fa mayor
En muchas colecciones discográficas de música instrumental del renacimiento es posible hallar versiones anónimas diversas de una divertida danza llamada ungaresca, editada por Pierre Phalése en uno de sus volúmenes de la música de su tiempo. Esta ungaresca, de contornos armónicos extraños y melodías sugestivas, suele tocarse de manera que cada vuelta al estribillo principal es más y más rápida, con lo que esta danza de origen húngaro termina en una especie de frenesí musical y coreográfico.
Más adelante, ya en pleno siglo XIX, es posible encontrar en el catálogo de Carl Maria von Weber (1786-1826) una curiosa obra, Andante y rondó húngaro para fagot y orquesta, llena de ritmos inusuales y melodías que por entonces eran consideradas exóticas. En esa misma época (y, de hecho, desde el siglo anterior) se compusieron numerosos movimientos de sinfonías y conciertos que llevan como indicación all’ungarese, es decir, al estilo húngaro. En el catálogo del compositor húngaro Béla Bartók (1881-1945) hay, de manera natural, un gran número de obras basadas en diversas formas y géneros del folklore de su patria. No es necesario citar más ejemplos análogos para afirmar que, en el contexto de la música de la Europa Occidental, Hungría siempre ha sido considerada como una fuente casi inagotable de material sonoro “exótico” y “lejano”. La razón histórica de ello es bien simple: antes de que Hungría existiera como una nación independiente, era una de las fronteras lejanas y exóticas del imperio austrohúngaro, y muchos músicos europeos, dentro y fuera de ese imperio, recurrieron a temas populares y folklóricos húngaros para adornar sus obras con acentos que por entonces eran considerados novedosos y llamativos. Lo curioso es que, salvo muy escasas excepciones, la mayoría de esas piezas de inspiración húngara se quedaron en mera imitación, a veces caricatura, de la auténtica música vernácula de Hungría.
A riesgo de hacer una afirmación quizá temeraria, me parece que la fascinación de tantos compositores con los sonidos de Hungría se ha debido, sobre todo, al atractivo que sobre esos músicos ha ejercido el elemento gitano propio de la música tradicional húngara. Por desgracia, muchos de ellos no tuvieron la iniciativa de empaparse en serio de tales sonidos y conocerlos a fondo (las excepciones siendo, claro, Bartók y su colega Zoltán Kodály, 1882-1967), y terminaron por incluir en sus partituras solamente lo superficial de esa sugestiva y misteriosa música gitana.
¿Dónde se encuentra, entonces, la conexión húngara en la vida y la música de Johannes Brahms? Es posible comenzar a buscar esa conexión en el año 1850, en el que Brahms se encontraba ganándose la vida como pianista tocando en burdeles, tabernas, teatros y salones de danza, a veces acompañando a otros instrumentistas. Uno de estos solistas de prestigio era el violinista húngaro Eduard Remenyi, a quien Brahms conoció en 1850 y a quien acompañó en algunos recitales. Más tarde, en 1853, Brahms obtuvo un contrato para realizar una extensa gira acompañando a Remenyi por diversos países. Es muy probable, casi seguro, que además de sonatas y variaciones y otras piezas de concierto de importantes compositores, los recitales de Brahms y Remenyi incluyeran también música tradicional húngara, llena de esos contornos gitanos que tan bien le quedan al violín (vale recordar a Pablo de Sarasate, 1844-1908, y sus Aires gitanos para violín y orquesta), y no sería descabellado afirmar que Brahms asimiló con facilidad parte de esa influencia húngara para volcarla más tarde en su propia música. Se sabe, además, que durante sus giras de concierto Brahms y Remenyi se acercaron a las ya mencionadas fronteras lejanas del imperio austrohúngaro. En 1867, por ejemplo, una de esas giras los llevó hasta Budapest. Así pues, Brahms transformó todos estos contactos con Hungría y su música en una larga serie de Danzas húngaras, 21 en total, que fueron originalmente concebidas para dos pianos, y realizadas entre 1852 y 1869. Como en el caso de otras obras similares (por ejemplo, las Danzas eslavas de Antonin Dvořák, 1841-1904) las Danzas húngaras de Brahms son más conocidas en su versión orquestal que en el original pianístico. Además, en diversas grabaciones modernas es posible escucharlas interpretadas indistintamente en dos pianos, en piano a cuatro manos, en orquesta, en violín y piano, etc. No deja de ser interesante el hecho de que mientras en una conocida enciclopedia musical el artículo dedicado a Brahms incluye la información de que las versiones orquestales de las Danzas húngaras son del propio Brahms, en otras fuentes se afirma que fue Dvořák el responsable de arreglar las danzas para orquesta. Lo cierto es que Dvořák solo realizó arreglos (en 1880) de las danzas 17-21, mientras que Brahms orquestó las Danzas Nos. 1, 3 y 10. Otros orquestadores de estas piezas incluyen a Hallén, Juon, Gal, Parlow, Schollum y Fischer. Las Danzas húngaras de Brahms están distribuidas en cuatro libros; los dos primeros fueron publicados en 1869 y los otros dos en 1880. Las diez primeras danzas fueron arregladas por Brahms para piano solo en 1872, y al año siguiente el compositor realizó la transcripción orquestal de las danzas números 1, 3 y 10.
Quizá sea posible afirmar, desde una apreciación cabalmente subjetiva, que estas Danzas húngaras de Brahms son estilísticamente más refinadas y formalmente más coherentes (y menos “folklóricas”) que las Rapsodias húngaras de Franz Liszt (1811-1886), nacidas también en el piano y más conocidas en la actualidad en sus transcripciones orquestales. Si hay alguna validez en esta observación, no deja de ser muy ilustrativa del valor relativo de Brahms y Liszt en el proceso de asimilar e integrar el elemento húngaro tradicional en la música de concierto, sobre todo si se tiene en cuenta que Liszt sí fue húngaro de nacimiento.
Johannes Brahms (1833-1897) Danza húngara no. 5 en sol menor
Danza húngara no. 5 en sol menor
En muchas colecciones discográficas de música instrumental del renacimiento es posible hallar versiones anónimas diversas de una divertida danza llamada ungaresca, editada por Pierre Phalése en uno de sus volúmenes de la música de su tiempo. Esta ungaresca, de contornos armónicos extraños y melodías sugestivas, suele tocarse de manera que cada vuelta al estribillo principal es más y más rápida, con lo que esta danza de origen húngaro termina en una especie de frenesí musical y coreográfico.
Más adelante, ya en pleno siglo XIX, es posible encontrar en el catálogo de Carl Maria von Weber (1786-1826) una curiosa obra, Andante y rondó húngaro para fagot y orquesta, llena de ritmos inusuales y melodías que por entonces eran consideradas exóticas. En esa misma época (y, de hecho, desde el siglo anterior) se compusieron numerosos movimientos de sinfonías y conciertos que llevan como indicación all’ungarese, es decir, al estilo húngaro. En el catálogo del compositor húngaro Béla Bartók (1881-1945) hay, de manera natural, un gran número de obras basadas en diversas formas y géneros del folklore de su patria. No es necesario citar más ejemplos análogos para afirmar que, en el contexto de la música de la Europa Occidental, Hungría siempre ha sido considerada como una fuente casi inagotable de material sonoro “exótico” y “lejano”. La razón histórica de ello es bien simple: antes de que Hungría existiera como una nación independiente, era una de las fronteras lejanas y exóticas del imperio austrohúngaro, y muchos músicos europeos, dentro y fuera de ese imperio, recurrieron a temas populares y folklóricos húngaros para adornar sus obras con acentos que por entonces eran considerados novedosos y llamativos. Lo curioso es que, salvo muy escasas excepciones, la mayoría de esas piezas de inspiración húngara se quedaron en mera imitación, a veces caricatura, de la auténtica música vernácula de Hungría.
A riesgo de hacer una afirmación quizá temeraria, me parece que la fascinación de tantos compositores con los sonidos de Hungría se ha debido, sobre todo, al atractivo que sobre esos músicos ha ejercido el elemento gitano propio de la música tradicional húngara. Por desgracia, muchos de ellos no tuvieron la iniciativa de empaparse en serio de tales sonidos y conocerlos a fondo (las excepciones siendo, claro, Bartók y su colega Zoltán Kodály, 1882-1967), y terminaron por incluir en sus partituras solamente lo superficial de esa sugestiva y misteriosa música gitana.
¿Dónde se encuentra, entonces, la conexión húngara en la vida y la música de Johannes Brahms? Es posible comenzar a buscar esa conexión en el año 1850, en el que Brahms se encontraba ganándose la vida como pianista tocando en burdeles, tabernas, teatros y salones de danza, a veces acompañando a otros instrumentistas. Uno de estos solistas de prestigio era el violinista húngaro Eduard Remenyi, a quien Brahms conoció en 1850 y a quien acompañó en algunos recitales. Más tarde, en 1853, Brahms obtuvo un contrato para realizar una extensa gira acompañando a Remenyi por diversos países. Es muy probable, casi seguro, que además de sonatas y variaciones y otras piezas de concierto de importantes compositores, los recitales de Brahms y Remenyi incluyeran también música tradicional húngara, llena de esos contornos gitanos que tan bien le quedan al violín (vale recordar a Pablo de Sarasate, 1844-1908, y sus Aires gitanos para violín y orquesta), y no sería descabellado afirmar que Brahms asimiló con facilidad parte de esa influencia húngara para volcarla más tarde en su propia música. Se sabe, además, que durante sus giras de concierto Brahms y Remenyi se acercaron a las ya mencionadas fronteras lejanas del imperio austrohúngaro. En 1867, por ejemplo, una de esas giras los llevó hasta Budapest. Así pues, Brahms transformó todos estos contactos con Hungría y su música en una larga serie de Danzas húngaras, 21 en total, que fueron originalmente concebidas para dos pianos, y realizadas entre 1852 y 1869. Como en el caso de otras obras similares (por ejemplo, las Danzas eslavas de Antonin Dvořák, 1841-1904) las Danzas húngaras de Brahms son más conocidas en su versión orquestal que en el original pianístico. Además, en diversas grabaciones modernas es posible escucharlas interpretadas indistintamente en dos pianos, en piano a cuatro manos, en orquesta, en violín y piano, etc. No deja de ser interesante el hecho de que mientras en una conocida enciclopedia musical el artículo dedicado a Brahms incluye la información de que las versiones orquestales de las Danzas húngaras son del propio Brahms, en otras fuentes se afirma que fue Dvořák el responsable de arreglar las danzas para orquesta. Lo cierto es que Dvořák solo realizó arreglos (en 1880) de las danzas 17-21, mientras que Brahms orquestó las Danzas Nos. 1, 3 y 10. Otros orquestadores de estas piezas incluyen a Hallén, Juon, Gal, Parlow, Schollum y Fischer. Las Danzas húngaras de Brahms están distribuidas en cuatro libros; los dos primeros fueron publicados en 1869 y los otros dos en 1880. Las diez primeras danzas fueron arregladas por Brahms para piano solo en 1872, y al año siguiente el compositor realizó la transcripción orquestal de las danzas números 1, 3 y 10.
Quizá sea posible afirmar, desde una apreciación cabalmente subjetiva, que estas Danzas húngaras de Brahms son estilísticamente más refinadas y formalmente más coherentes (y menos “folklóricas”) que las Rapsodias húngaras de Franz Liszt (1811-1886), nacidas también en el piano y más conocidas en la actualidad en sus transcripciones orquestales. Si hay alguna validez en esta observación, no deja de ser muy ilustrativa del valor relativo de Brahms y Liszt en el proceso de asimilar e integrar el elemento húngaro tradicional en la música de concierto, sobre todo si se tiene en cuenta que Liszt sí fue húngaro de nacimiento.
Johannes Brahms (1833-1897) Danza húngara no. 7 en fa mayor
Danza húngara no. 7 en fa mayor
En muchas colecciones discográficas de música instrumental del renacimiento es posible hallar versiones anónimas diversas de una divertida danza llamada ungaresca, editada por Pierre Phalése en uno de sus volúmenes de la música de su tiempo. Esta ungaresca, de contornos armónicos extraños y melodías sugestivas, suele tocarse de manera que cada vuelta al estribillo principal es más y más rápida, con lo que esta danza de origen húngaro termina en una especie de frenesí musical y coreográfico.
Más adelante, ya en pleno siglo XIX, es posible encontrar en el catálogo de Carl Maria von Weber (1786-1826) una curiosa obra, Andante y rondó húngaro para fagot y orquesta, llena de ritmos inusuales y melodías que por entonces eran consideradas exóticas. En esa misma época (y, de hecho, desde el siglo anterior) se compusieron numerosos movimientos de sinfonías y conciertos que llevan como indicación all’ungarese, es decir, al estilo húngaro. En el catálogo del compositor húngaro Béla Bartók (1881-1945) hay, de manera natural, un gran número de obras basadas en diversas formas y géneros del folklore de su patria. No es necesario citar más ejemplos análogos para afirmar que, en el contexto de la música de la Europa Occidental, Hungría siempre ha sido considerada como una fuente casi inagotable de material sonoro “exótico” y “lejano”. La razón histórica de ello es bien simple: antes de que Hungría existiera como una nación independiente, era una de las fronteras lejanas y exóticas del imperio austrohúngaro, y muchos músicos europeos, dentro y fuera de ese imperio, recurrieron a temas populares y folklóricos húngaros para adornar sus obras con acentos que por entonces eran considerados novedosos y llamativos. Lo curioso es que, salvo muy escasas excepciones, la mayoría de esas piezas de inspiración húngara se quedaron en mera imitación, a veces caricatura, de la auténtica música vernácula de Hungría.
A riesgo de hacer una afirmación quizá temeraria, me parece que la fascinación de tantos compositores con los sonidos de Hungría se ha debido, sobre todo, al atractivo que sobre esos músicos ha ejercido el elemento gitano propio de la música tradicional húngara. Por desgracia, muchos de ellos no tuvieron la iniciativa de empaparse en serio de tales sonidos y conocerlos a fondo (las excepciones siendo, claro, Bartók y su colega Zoltán Kodály, 1882-1967), y terminaron por incluir en sus partituras solamente lo superficial de esa sugestiva y misteriosa música gitana.
¿Dónde se encuentra, entonces, la conexión húngara en la vida y la música de Johannes Brahms? Es posible comenzar a buscar esa conexión en el año 1850, en el que Brahms se encontraba ganándose la vida como pianista tocando en burdeles, tabernas, teatros y salones de danza, a veces acompañando a otros instrumentistas. Uno de estos solistas de prestigio era el violinista húngaro Eduard Remenyi, a quien Brahms conoció en 1850 y a quien acompañó en algunos recitales. Más tarde, en 1853, Brahms obtuvo un contrato para realizar una extensa gira acompañando a Remenyi por diversos países. Es muy probable, casi seguro, que además de sonatas y variaciones y otras piezas de concierto de importantes compositores, los recitales de Brahms y Remenyi incluyeran también música tradicional húngara, llena de esos contornos gitanos que tan bien le quedan al violín (vale recordar a Pablo de Sarasate, 1844-1908, y sus Aires gitanos para violín y orquesta), y no sería descabellado afirmar que Brahms asimiló con facilidad parte de esa influencia húngara para volcarla más tarde en su propia música. Se sabe, además, que durante sus giras de concierto Brahms y Remenyi se acercaron a las ya mencionadas fronteras lejanas del imperio austrohúngaro. En 1867, por ejemplo, una de esas giras los llevó hasta Budapest. Así pues, Brahms transformó todos estos contactos con Hungría y su música en una larga serie de Danzas húngaras, 21 en total, que fueron originalmente concebidas para dos pianos, y realizadas entre 1852 y 1869. Como en el caso de otras obras similares (por ejemplo, las Danzas eslavas de Antonin Dvořák, 1841-1904) las Danzas húngaras de Brahms son más conocidas en su versión orquestal que en el original pianístico. Además, en diversas grabaciones modernas es posible escucharlas interpretadas indistintamente en dos pianos, en piano a cuatro manos, en orquesta, en violín y piano, etc. No deja de ser interesante el hecho de que mientras en una conocida enciclopedia musical el artículo dedicado a Brahms incluye la información de que las versiones orquestales de las Danzas húngaras son del propio Brahms, en otras fuentes se afirma que fue Dvořák el responsable de arreglar las danzas para orquesta. Lo cierto es que Dvořák solo realizó arreglos (en 1880) de las danzas 17-21, mientras que Brahms orquestó las Danzas Nos. 1, 3 y 10. Otros orquestadores de estas piezas incluyen a Hallén, Juon, Gal, Parlow, Schollum y Fischer. Las Danzas húngaras de Brahms están distribuidas en cuatro libros; los dos primeros fueron publicados en 1869 y los otros dos en 1880. Las diez primeras danzas fueron arregladas por Brahms para piano solo en 1872, y al año siguiente el compositor realizó la transcripción orquestal de las danzas números 1, 3 y 10.
Quizá sea posible afirmar, desde una apreciación cabalmente subjetiva, que estas Danzas húngaras de Brahms son estilísticamente más refinadas y formalmente más coherentes (y menos “folklóricas”) que las Rapsodias húngaras de Franz Liszt (1811-1886), nacidas también en el piano y más conocidas en la actualidad en sus transcripciones orquestales. Si hay alguna validez en esta observación, no deja de ser muy ilustrativa del valor relativo de Brahms y Liszt en el proceso de asimilar e integrar el elemento húngaro tradicional en la música de concierto, sobre todo si se tiene en cuenta que Liszt sí fue húngaro de nacimiento.
Johannes Brahms (1833-1897) Danza húngara no. 6 en re mayor
Danza húngara no. 6 en re mayor
En muchas colecciones discográficas de música instrumental del renacimiento es posible hallar versiones anónimas diversas de una divertida danza llamada ungaresca, editada por Pierre Phalése en uno de sus volúmenes de la música de su tiempo. Esta ungaresca, de contornos armónicos extraños y melodías sugestivas, suele tocarse de manera que cada vuelta al estribillo principal es más y más rápida, con lo que esta danza de origen húngaro termina en una especie de frenesí musical y coreográfico.
Más adelante, ya en pleno siglo XIX, es posible encontrar en el catálogo de Carl Maria von Weber (1786-1826) una curiosa obra, Andante y rondó húngaro para fagot y orquesta, llena de ritmos inusuales y melodías que por entonces eran consideradas exóticas. En esa misma época (y, de hecho, desde el siglo anterior) se compusieron numerosos movimientos de sinfonías y conciertos que llevan como indicación all’ungarese, es decir, al estilo húngaro. En el catálogo del compositor húngaro Béla Bartók (1881-1945) hay, de manera natural, un gran número de obras basadas en diversas formas y géneros del folklore de su patria. No es necesario citar más ejemplos análogos para afirmar que, en el contexto de la música de la Europa Occidental, Hungría siempre ha sido considerada como una fuente casi inagotable de material sonoro “exótico” y “lejano”. La razón histórica de ello es bien simple: antes de que Hungría existiera como una nación independiente, era una de las fronteras lejanas y exóticas del imperio austrohúngaro, y muchos músicos europeos, dentro y fuera de ese imperio, recurrieron a temas populares y folklóricos húngaros para adornar sus obras con acentos que por entonces eran considerados novedosos y llamativos. Lo curioso es que, salvo muy escasas excepciones, la mayoría de esas piezas de inspiración húngara se quedaron en mera imitación, a veces caricatura, de la auténtica música vernácula de Hungría.
A riesgo de hacer una afirmación quizá temeraria, me parece que la fascinación de tantos compositores con los sonidos de Hungría se ha debido, sobre todo, al atractivo que sobre esos músicos ha ejercido el elemento gitano propio de la música tradicional húngara. Por desgracia, muchos de ellos no tuvieron la iniciativa de empaparse en serio de tales sonidos y conocerlos a fondo (las excepciones siendo, claro, Bartók y su colega Zoltán Kodály, 1882-1967), y terminaron por incluir en sus partituras solamente lo superficial de esa sugestiva y misteriosa música gitana.
¿Dónde se encuentra, entonces, la conexión húngara en la vida y la música de Johannes Brahms? Es posible comenzar a buscar esa conexión en el año 1850, en el que Brahms se encontraba ganándose la vida como pianista tocando en burdeles, tabernas, teatros y salones de danza, a veces acompañando a otros instrumentistas. Uno de estos solistas de prestigio era el violinista húngaro Eduard Remenyi, a quien Brahms conoció en 1850 y a quien acompañó en algunos recitales. Más tarde, en 1853, Brahms obtuvo un contrato para realizar una extensa gira acompañando a Remenyi por diversos países. Es muy probable, casi seguro, que además de sonatas y variaciones y otras piezas de concierto de importantes compositores, los recitales de Brahms y Remenyi incluyeran también música tradicional húngara, llena de esos contornos gitanos que tan bien le quedan al violín (vale recordar a Pablo de Sarasate, 1844-1908, y sus Aires gitanos para violín y orquesta), y no sería descabellado afirmar que Brahms asimiló con facilidad parte de esa influencia húngara para volcarla más tarde en su propia música. Se sabe, además, que durante sus giras de concierto Brahms y Remenyi se acercaron a las ya mencionadas fronteras lejanas del imperio austrohúngaro. En 1867, por ejemplo, una de esas giras los llevó hasta Budapest. Así pues, Brahms transformó todos estos contactos con Hungría y su música en una larga serie de Danzas húngaras, 21 en total, que fueron originalmente concebidas para dos pianos, y realizadas entre 1852 y 1869. Como en el caso de otras obras similares (por ejemplo, las Danzas eslavas de Antonin Dvořák, 1841-1904) las Danzas húngaras de Brahms son más conocidas en su versión orquestal que en el original pianístico. Además, en diversas grabaciones modernas es posible escucharlas interpretadas indistintamente en dos pianos, en piano a cuatro manos, en orquesta, en violín y piano, etc. No deja de ser interesante el hecho de que mientras en una conocida enciclopedia musical el artículo dedicado a Brahms incluye la información de que las versiones orquestales de las Danzas húngaras son del propio Brahms, en otras fuentes se afirma que fue Dvořák el responsable de arreglar las danzas para orquesta. Lo cierto es que Dvořák solo realizó arreglos (en 1880) de las danzas 17-21, mientras que Brahms orquestó las Danzas Nos. 1, 3 y 10. Otros orquestadores de estas piezas incluyen a Hallén, Juon, Gal, Parlow, Schollum y Fischer. Las Danzas húngaras de Brahms están distribuidas en cuatro libros; los dos primeros fueron publicados en 1869 y los otros dos en 1880. Las diez primeras danzas fueron arregladas por Brahms para piano solo en 1872, y al año siguiente el compositor realizó la transcripción orquestal de las danzas números 1, 3 y 10.
Quizá sea posible afirmar, desde una apreciación cabalmente subjetiva, que estas Danzas húngaras de Brahms son estilísticamente más refinadas y formalmente más coherentes (y menos “folklóricas”) que las Rapsodias húngaras de Franz Liszt (1811-1886), nacidas también en el piano y más conocidas en la actualidad en sus transcripciones orquestales. Si hay alguna validez en esta observación, no deja de ser muy ilustrativa del valor relativo de Brahms y Liszt en el proceso de asimilar e integrar el elemento húngaro tradicional en la música de concierto, sobre todo si se tiene en cuenta que Liszt sí fue húngaro de nacimiento.
JOHANN STRAUSS JR. (1825-1899) El Danubio Azul
El Danubio Azul
Por el bello Danubio azul, Op. 314
Es probable que la elipsis más asombrosa de la historia del cine se encuentre en la película 2001: Odisea del espacio, dirigida por Stanley Kubrick en 1968. Al final del primer capítulo del filme, situado cronológicamente en un pasado distante en el que el simio comienza a trasformarse en hombre, el primate líder de un grupo ha descubierto con fascinación singular que puede utilizar un hueso de un animal muerto como arma contundente para matar a otros animales y así reafirmar su poder y su liderazgo. En un arranque de éxtasis por el descubrimiento (y uso) de su nueva arma, el simio arroja el hueso hacia el cielo. El hueso cae de nuevo hacia la tierra y... en un corte fílmico que sigue asombrando a cinéfilos, críticos y analistas, se convierte en una elegante nave espacial, millones de años más adelante en la historia. Más allá del impacto conceptual y visual de esta elipsis, son pocos los que conocen su verdadero significado: esa nave espacial es en realidad un arma atómica orbitando silenciosamente la tierra, lista para ser activada cuando las necesidades geopolíticas así lo requieran. Así, en un parpadeo que dura exactamente 1/24 de segundo, Kubrick comprime una parte fundamental de la historia del homo belli, el hombre guerrero, logrando una exquisita analogía entre el contundente hueso y la futurista arma atómica. La transición sonora no es menos impactante: el feroz rugido del agresivo simio da paso, con la primera imagen de la nave espacial, a los primeros acordes del más notorio de todos los valses de la historia, Por el bello Danubio azul, de Johann Strauss Jr.
Como varias otras obras musicales utilizadas por Kubrick en sus filmes, este hermoso y elegante vals adquirió un significado ulterior, casi mítico, que va mucho más allá de los salones vieneses en los que originalmente surgió. Si bien la musicalización de 2001:Odisea del espacio es uno de los grandes triunfos en el arte de combinar imágenes y música (en el entendido de que hay en este proceso numerosos significados conceptuales ignorados por la mayoría de los cinéfilos), mucho se ha discutido sobre la pertinencia de tal o cual trozo musical en el contexto de tal o cual imagen al interior del discurso de Kubrick. Como sin duda el mismo Kubrick lo esperaba, la mayor polémica se dio alrededor del uso del vals vienés paradigmático como acompañamiento musical de una escena típica de ciencia-ficción. La explicación más socorrida y más sencilla (nunca desmentida por Kubrick abiertamente) afirmaba que el gran director neoyorquino quiso evadir a propósito el lugar común de la música concreta o electrónica asociada con la ciencia-ficción, y que eligió, por contraste, la música más mundana e improbable para esas escenas. Sin embargo, la explicación real sobre la aparición de Por el bello Danubio azul en esa parte de la película de Kubrick es un poco más rica, más compleja... y de una lógica impecable.
Durante los primeros minutos de ese segundo capítulo de la película, la fluida cámara de Kubrick muestra algunas armas atómicas orbitando alrededor de la tierra. Se ve también a la luna, que suele darse sus vueltas alrededor de nuestro planeta. Y en la primaria nos enseñaron también que el sistema tierra-luna gira a su vez alrededor del sol. Poco después, vemos al transbordador espacial Orión que transporta al Dr. Heywood Floyd a la estación espacial. Por supuesto, la estación gira en el espacio, entre otras cosas para producir en su interior una gravedad artificial. Por ello, al aproximarse a la estación, el Orión debe girar sincrónicamente con ella para poder acoplarse adecuadamente. Así, lo que Kubrick está describiendo es un complejo arreglo de objetos que giran sobre sí mismos, y que giran alrededor de otros, y que juntos giran a su vez alrededor de otros... y, claro, el símil más cercano a esta impecable coreografía espacial es un vals vienés, en el que, también, cada miembro de la pareja gira alrededor del otro, y ambos giran juntos sobre su eje, y se desplazan girando sobre el pulido piso del bien iluminado salón de baile. Dicho de otro modo: esa parte de 2001:Odisea del espacio es, ni más ni menos, que un enorme y complejo vals espacial, exquisitamente coreografiado y realizado, y esa es la razón por la que Kubrick utilizó el más conocido de los valses para acompañarla.
Una vez hecha esta digresión cinematográfica, vale la pena recordar que este vals de Johann Strauss Jr. (que es en realidad, como muchos otros de sus valses, una secuencia de varios valses lindamente encadenados) no se titula El Danubio azul, que es como se le conoce coloquialmente. Su título original en alemán es An der schönen blauen Donau, que quiere decir Por el bello Danubio azul. Este vals lleva el número de Op. 314 en el vasto catálogo de Strauss, y fue compuesto en 1867. Ese mismo año, J. Weyl compuso un texto para ser cantado con el vals, y en 1890 F. von Gernerth hizo lo mismo. Estas versiones vocales son poco conocidas fuera de Austria, aunque en aquel país suelen interpretarse con frecuencia, sobre todo en el ámbito de conciertos populares, navideños, de fin de año y otros eventos similares. Claro, entre las versiones vocales, una de las más apreciadas es la que realizan los Niños Cantores de Viena. En el mismo año en que compuso el más famoso de sus valses, Strauss realizó su única visita a Inglaterra, dirigiendo interludios, valses y polkas en conciertos masivos en los que también participaron otros directores, entre ellos el famoso contrabajista italiano Giovanni Bottesini (1821-1889).
Grace Echauri

Director(a)
La Mezzosoprano y Directora de Orquesta Grace Echauri comenzó sus estudios en órgano y piano a los 5 años en su natal Guadalajara, encontrándose con una Carrera operística que la llevaría a presentarse en todo México y eventualmente en escenarios internacionales.
Debutó profesionalmente como cantante solista a los 19 años y tuvo su primer acercamiento a la dirección de orquesta en la adolescencia bajo la mentoría del maestro Francisco Orozco, posteriormente ha tomado Cursos y Master Classes con Ariel Britos, Enrique Barrios y Eduardo García Barrios, entre otros. Durante su extensa carrera como cantante, Echauri continuó sus estudios en Nueva York con Susan Young, repertorio con Denisse Massé (Juilliard Schoool of
Music) y dirección con la Dra. Diana Batipaglia. En 1996 le fue otorgada la prestigiosa Medalla Mozart de la Embajada de Austria en México por su trayectoria artística y en 1999 ganó el XXX Concurso Internacional de Canto Vincenzo Bellini en Italia.
Echauri tiene un gran compromiso con la música de nuestros tiempos y, eso le ha llevado a recibir obras con dedicatoria y trabajar de cerca con compositoras y compositores internacionales: Somtow Sucharitkul, Gina Enríquez, Leonardo Coral, José María Vitier, Robert Rodríguez, Arturo Valenzuela, por mencionar algunos. Muy especialmente Federico Ibarra: Óperas Madre Juana y Antonieta, así como el Oratorio Dramático Brindis por un Milenio, las dos últimas dedicadas a Echauri. La grabación que realizó de la Ópera Ildegonda de Melesio Morales recibió el Premio Michel Garcin Orpheé d’or 96 en Francia como la mejor producción discográfica del año y realizó la primera grabación Mexicana de la 8a Sinfonía de Mahler con la Orquesta Sinfónica de Xalapa. Se ha presentado en producciones de la Compañía Nacional de Ópera de México, así como en diversas compañías de ópera en los Estados Unidos, Singapur, Inglaterra, Colombia y Tailandia. Como solista, Echauri se ha presentado con las principales orquestas profesionales de México, la Camerata de Salzburgo, la Orquesta de Nueva Inglaterra, la Filarmónica de Bogotá, la Filarmónica del SIAM Bangkok, entre otras; ha compartido el escenario con Plácido Domingo, María Katzarava, Rolando Villazón, Ramón Vargas y Sofía Loren; bajo las batutas de Anton Coppola, Marco Armiliato, Enrique Bátiz, Plácido Domingo, Enrique Patrón de Rueda y Srba Dinic, por mencionar algunos.
La gran carrera de solista y operística de Echauri, en adición a su trabajo orquestal como organista y pianista, le brindan una perspectiva única en el pódium como directora. En México, Echauri dirigió la ópera de Haydn L’isola disabitata con la Orquesta Sinfónica de San Luis Potosí. También dirigió las óperas Carmen de Bizet en el Festival de Ópera de Oaxaca, La Bohème de Puccini en el Teatro Degollado, Così fan tutte de Mozart en el Conjunto Cultural Santander y, con el Taller de Ópera de la Facultad de Música de la UNAM ha dirigido Rita de Donizetti, Acis y Galatea de Händel, Los 3 centavos de Kurt Weill, Amelia va al Baile de Menotti y Las Bodas de Fígaro de Mozart.
Fue Directora del Coro de Cámara de la Ciudad de México y del Coro Fort George en Nueva York, así como asistente del Coro de la Lehman College University. Como directora huésped ha estado al frente de las Orquestas: Sinfónica de Xalapa, Filarmónica de la Ciudad de México, Filarmónica de Jalisco, Sinfónica de la Universidad de Guanajuato, Sinfónica de la Universidad Autónoma de Nuevo León, Sinfónica de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, de Cámara de Bellas Artes, de Cámara de Zapopan, de Cámara Higinio Ruvalcaba, así como la Camerata Filarmónica Latinoamericana en el Festival Internacional de Piano Guadalquivir en Córdoba, España y la Orquesta Sinfónica de la Fundación Sucre en Quito, Ecuador.
En su versatilidad como músico, Echauri ha estado al frente de importantes conciertos masivos de música popular dentro y fuera de México, en estos conciertos ha incursionado con la música de cantautoras y artistas de la talla de Aída Cuevas, Susana Baca, Cecilia Toussaint, Natalia la Fourcade, Vivir Quintana, Leiden, Margarita Laso, Xiomara Fortuna, Pascuala Ilabaca y Niyireth Alarcón; con el espectáculo Las Voces de Latinoamérica tiene programados conciertos en Ecuador,
Chile y República Dominicana en este 2025.
En próximos días estará como directora huésped al frente de la Orquesta Filarmónica de Jalisco y la Orquesta Sinfónica de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo.
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