Juan Arturo Brennan
Desde tiempo inmemorial (con Antonio Vivaldi, 1678-1741, y sus Cuatro estaciones como primera gran referencia), la transición cíclica entre una estación del año y otra, y las cualidades de cada una de las estaciones, han sido con frecuencia fuente de inspiración para los compositores, que han abordado las estaciones del año a través de una enorme variedad de formas musicales. Estadísticamente, no hay duda de que la primavera es la más favorecida de las estaciones, al menos en lo que se refiere a su puesta en música. La mayor parte de las composiciones musicales dedicadas a la primavera (incluyendo la de Vivaldi) están enfocadas a la glorificación de la primavera como la estación plácida, feliz, productiva, lúdica, propicia y generalmente llena de asociaciones positivas y optimistas. Ahí están las canciones de Johannes Brahms (1833-1897) y Edvard Grieg (1843-1907) relativas a la primavera; ahí está la Primavera de los Apalaches de Aaron Copland (1900-1990); ahí está la sonata Primavera de Ludwig van Beethoven (1770-1827); ahí están las Rondas de primavera de Claude Debussy (1862-1918), la obertura La primavera de Joaquín Beristáin (1817-1839) y la Primera sinfonía, Primavera, de Robert Schumann (1810-1856) De la posible lista completa de las obras musicales dedicadas a la primavera, hay una muy importante que prescinde de los sentimientos beatíficos y complacientes para enfocar el rito de la nueva estación desde una perspectiva que tiene mucho de terrible y poco de plácido: el ballet La consagración de la primavera de Igor Stravinski. Esto habla, entre otras cosas, de la lucidez del pensamiento de Stravinski, tanto en lo musical como en lo extra-musical. Después de todo, frente a todas esas concepciones idealizadas y plácidas de la primavera, Stravinski puso una visión mucho más cercana al verdadero carácter ritual primigenio de la celebración primaveral. Para decirlo de una manera más directa, mientras otros compositores prefirieron comunicarnos el canto de las aves, el florecimiento de las plantas, la bondad del clima y la facilidad de la primavera para inspirar sentimientos saludables, Stravinski prefirió recordarnos con toda claridad que en épocas no tan remotas de la historia del homo sapiens toda esa bonanza primaveral tenía que ser ganada a través del sacrificio humano, literalmente. ¿Es posible que esta visión haya tenido que ver con el brutal rechazo inicial al que se enfrentó La consagración de la primavera?
La anécdota es sin duda la más famosa en la historia musical del siglo XX: mayo 29, 1913, en el Teatro de los Campos Elíseos en París, en el estreno de La consagración, la reacción del público origina un verdadero motín, dirigido en partes proporcionales contra la música, contra Stravinski, contra el coreógrafo Vaslav Nijinski y contra Pierre Monteux, director musical del estreno. A partir de este turbulento estreno absoluto, La consagración de la primavera ha sido una de las obras musicales que más polémica han causado, y es quizá la pieza a la que más epítetos peyorativos se han dedicado a través de innumerables críticas. Disonante, discordante, cruel, irritante, escandalosa, cacofónica, monótona, primitiva, informe, paleozoica, enfermiza, zoológica, son apenas algunos de los adjetivos virulentamente aplicados a esta partitura que hoy es ya un clásico indiscutible de la música del siglo XX. Entre estos adjetivos, hay uno especialmente interesante. Si se toma en cuenta que la obra se refiere a elementos estrictamente naturales, no deja de ser curioso que en 1920 el crítico neoyorquino Deems Taylor haya afirmado que “Stravinski es el mecanismo convertido en música”. Más interesante aún es el hecho de que otro crítico estadunidense, Paul Rosenfeld, ampliara por su cuenta este concepto en un texto ciertamente profético y no exento de validez, a pesar de su tono básicamente contestatario. En ese mismo año de 1920, Rosenfeld escribió lo siguiente:
Los nuevos órganos de acero del hombre han engendrado su música en La consagración de la primavera. Porque con Stravinski, los ritmos de la maquinaria han entrado en el arte musical. Sobre todo, es el ritmo, el ritmo rectangular, absoluto y enfático, un ritmo que se agita y late y se reitera y danza con toda la incansable perfección de la máquina, y avanza y retrocede y se dispara hacia arriba y luego desciende, con el inhumano movimiento de unos titánicos brazos de acero.
Quizá no sea muy temerario suponer que Stravinski, teniendo parte de su ser firmemente anclada en el porvenir, hubiera estado parcialmente de acuerdo con la visión futurista de Rosenfeld. Y así como una buena parte de los críticos de las primeras décadas del siglo XX vituperaron a Stravinski por el empleo del ritmo en La consagración de la primavera, muchos otros lo agredieron por el empleo poco ortodoxo y ciertamente desconcertante de la orquesta. En este sentido, y para quienes aún es difícil digerir la densidad orquestal de la obra, está la versión para piano a cuatro manos del propio Stravinski, que es una alternativa fascinante. También existe una muy interesante versión de La consagración transcrita para piano solo por Sam Raphling, a través de la cual es posible penetrar menos explosivamente en los rincones del pensamiento musical de Stravinski. Es evidente que tal transcripción ni sustituye ni supera al original, pero es uno de los ejercicios más válidos que se han hecho en este sentido, y en todo caso esta versión pianística demuestra, tanto como la versión original de La consagración de la primavera, que Stravinski fue un gran inconformista musical. Y es bien sabido que los inconformistas han sido siempre alimento primordial de los críticos reaccionarios. De ahí la profusión de insultos que no alcanzan, ni con mucho, a hacer mella en una de las partituras fundamentales de la historia de la música. Tan fundamental, por ejemplo, que existe también en una versión para guitarra sola realizada por Larry Coryell, así como varias versiones para distintos ensambles de jazz, incluyendo una muy interesante (y muy vieja) de Don Sebesky. Aunque usted no lo crea.