Sinfonía no. 9 en re menor, WAB 109
Solemne, misterioso
Scherzo: Movido, vivo
Adagio: Lento, solemne
Siempre inseguro de sí mismo, siempre sintiéndose acosado por el mundo y sus habitantes, el rústico campesino, humilde maestro de escuela y genial compositor y organista que fue Anton Bruckner se sintió obligado a pedir una disculpa por su majestuosa Novena sinfonía: “Sólo porque el primer tema de mi novena se me ocurrió en re menor, ahora van a decir que estoy imitando la Novena de Beethoven.”
Es cierto que Bruckner no ocultó nunca su adoración por la música de Ludwig van Beethoven (1770-1827); es cierto también que de las sinfonías del maestro alemán aprendió mucho; es cierto que, además de la misma tonalidad, las novenas sinfonías de ambos se inician con un misterioso trémolo en las cuerdas. Pero más allá, poco hay en común entre estas dos obras maestras; diríase, más bien, que la Novena sinfonía de Bruckner es, analizada a la distancia, una consecuencia lógica de la Novena de Beethoven. Después de terminar la segunda versión de su monumental Octava sinfonía, Bruckner emprendió en 1887 la composición de la Novena, tarea que habría de ocuparlo, literalmente, hasta el último día de su vida, una vida que por desgracia no le alcanzaría para concluir la obra. Los dos primeros movimientos quedaron terminados en febrero de 1894, y hacia el final de ese mismo año Bruckner concluyó el soberbio Adagio. De inmediato comenzó a bosquejar el cuarto movimiento, pero su precaria salud física y mental hizo que el trabajo marchara con extrema lentitud. Es probable que Bruckner supiera para entonces que sus días estaban contados, porque dio a su Adagio un título especialmente significativo: Abschied vom Leben, o sea, Despedida de la vida. Así, con lentitud y no mucha seguridad, Bruckner avanzaba penosamente en la creación del cuarto movimiento de su Novena, para el cual tenía pensadas algunas cosas realmente interesantes. Por ejemplo, había planeado una gran fuga como medio de impulso motor para los temas del movimiento. Por ejemplo, había tenido la idea de comprimir las secciones de desarrollo y recapitulación para hacer más compacto el discurso musical. Por ejemplo, en fin, había querido incluir citas explícitas de algunas de sus obras anteriores. La más interesante de ellas es una cita de su Te Deum (1881), tan explícita que Bruckner escribió bajo el pentagrama de la Novena las palabras Te Deum. De este detalle ha surgido la versión de que, sabiendo que no viviría para terminar la sinfonía, el compositor indicó que, en lugar del cuarto movimiento, si quedara inconcluso, habría de interpretarse el Te Deum, cosa poco probable porque el Te Deum está en otra tonalidad (do mayor) que nada tiene que ver con la tonalidad (re menor) de la sinfonía. De hecho, algunas ejecuciones modernas de la Novena de Bruckner con el Te Deum como cuarto movimiento han resultado poco satisfactorias. En todo caso, una ejecución así no lograría sino aproximar un poco la Novena de Bruckner a la Novena de Beethoven: un gran movimiento final con voces y coros.
El caso es que los dos últimos años de vida de Bruckner estuvieron marcados por un constante deterioro de su fuerza física y un recrudecimiento de su debilidad nerviosa, así como de las manías que durante tanto tiempo le habían acompañado: la manía de contar cosas, la manía religiosa, la necrofilia, etc. No es descabellado, pues, hallar expresiones musicales altamente neuróticas en esta sinfonía, sobre todo en el Adagio. Lo más fascinante del caso es que en esos momentos musicales en los que Bruckner volcó sus fantasmas internos se convirtieron en los puntos culminantes de su expresión creativa en esta, la última de sus obras. Desde el extraño intervalo de novena menor con que inicia el Adagio, pasando por su sección media en la que Bruckner repite obsesivamente una nota, hasta el final del movimiento, pleno de nobleza y paz, es posible seguir un discurso musical en el que es evidente ese ámbito crepuscular, ese adiós a la vida con el que el compositor daba por terminada su conflictiva relación con el mundo. Cuando esa relación quedó cortada para siempre el 11 de octubre de 1896, el cuarto movimiento quedó inconcluso, sobreviviendo sólo algunos bosquejos de la estructura total, y algunos pasajes orquestados en su totalidad por Bruckner. La existencia de esos bosquejos y la natural tentación que invadió a los musicólogos para terminar la obra suscitaron muchos comentarios escépticos, entre los cuales vale la pena mencionar dos.
Derek Watson: “El cuarto movimiento está incompleto y no puede ser terminado.”
Robert Simpson: “Haría falta un hombre atrevido e impertinente para intentar componer por Bruckner su más grandioso clímax.”
Este hombre atrevido e impertinente del que habla Simpson apareció en la figura del músico estadunidense William Carragan quien, gracias a generosos patrocinios privados, acometió la titánica tarea de terminar el cuarto movimiento de la sinfonía (Finale: Allegro moderato), que quedó concluido en 1983. No hay espacio aquí para discutir el eterno problema de la autenticidad o falta de ella en este movimiento, pero sí quiero comentar, a título estrictamente personal, que el trabajo de Carragan es bueno, que el cuarto movimiento tiene todas las huellas musicales de Bruckner, muchas de sus sonoridades y muchos de sus gestos creativos, y que buena parte del disfrute de esta extrapolación sobre sus bosquejos consiste en localizar las citas que el compositor hizo de algunas de sus obras, además de la ya mencionada cita del Te Deum. El estreno en México de la versión completa de la Novena sinfonía de Bruckner se realizó en 2001y estuvo a cargo de la Orquesta Filarmónica de la UNAM, dirigida por Luis Herrera de la Fuente, y para los brucknerianos de corazón que no la hayan podido escuchar en esa ocasión queda el recurso de acercarse a ella a través de la grabación realizada por Yoav Talmi al frente de la Orquesta Filarmónica de Oslo.
Esta es, a grandes rasgos, la historia del último legado musical de ese gran compositor que fue Anton Bruckner, quien no vivió para escuchar su fragmentaria Novena sinfonía, estrenada hasta 1903 bajo la batuta de Ferdinand Löwe. ¿Quién dirá, pues, la última palabra sobre la “impertinencia y atrevimiento” de interpretar la sinfonía con el cuarto movimiento completado por Carragan? Mientras surge una respuesta (que quizá nunca sea definitiva), queda para los puristas el respetar plenamente el silencio final de la pluma de Bruckner y escuchar la obra, como en esta ocasión, tal y como el compositor la dejó. Para quienes amamos profundamente su música, siempre quedará la posibilidad de caer en la tentación de escucharla más allá de ese silencio: música hondamente conmovedora, más allá de la muerte.
ADDENDA: Entre 1991 y 1996, los señores Nicola Samale, John A. Philips, Benjamin-Gunnar Cohrs y Giuseppe Mazzuca realizaron otra versión del cuarto movimiento de la Novena sinfonía de Bruckner; compararla con la de Carragan es un ejercicio fascinante.